The Elementals: La flor de pascua

XI. Rovina.

Ya era de día.

El sol atravesaba la tela de la carpa, tiñéndola de un rojo vino brillante que pulsaba suavemente con cada ráfaga de luz. Afuera, el mundo estaba lejos de la calma: cascos golpeando la tierra, objetos arrastrándose de un lado a otro, voces mezcladas entre órdenes, discusiones y gritos dispersos.

El campamento despertaba… o quizás nunca había dormido del todo.

Sabrina no había despertado, y Nyssara prefirió no molestarla.

Con un suspiro leve, apartó la tela gruesa y abrió la carpa.

El exterior la recibió con la luz dorada del amanecer y un movimiento constante, pero nada alarmante. Estaban desmontando el campamento.

Algunos recogían estacas, otros doblaban mantas, varios jóvenes cargaban cajas. Los caballos se oían inquietos pero tranquilos, solo moviéndose mientras les quitaban las riendas o ajustaban los arreos para el viaje. Había voces por todas partes —charlas, indicaciones, risas apagadas por el sueño—, pero ninguna con urgencia.

Era simplemente la vida de un campamento que despertaba.

Nyssara parpadeó, acomodándose el cabello tras la oreja, mientras observaba cómo el lugar que anoche parecía un refugio ahora comenzaba a desaparecer pieza por pieza.

Casi no alcanzó a mirar nada cuando una de las sentaris vestidas de rojo apareció de la nada, con el ceño fruncido y las manos aún llenas de polvo del campamento.

—¡¿Adetró?! —soltó de golpe—. ¿Quién te dijo que salgas?

Su tono era más de fastidio que de enojo real, pero no dejaba espacio para discutir.

—No me regañarán por tu culpa, anda, anda —refunfuñó mientras empujaba a Nyssara de vuelta dentro de la carpa, sin mucha delicadeza.

Nyssara apenas tuvo tiempo de girarse antes de que la tela se cerrara otra vez detrás de ella.

Cayó de lleno sobre su cama, hundiendo el colchón y soltando un pequeño quejido.

El golpe fue suficiente para que Sabrina se despertara de golpe, con el pelo revuelto y los ojos entrecerrados por el sueño.

—¿Qué pasó? —murmuró, somnolienta pero ya con esa sonrisa floja que siempre tenía al despertar—.

—¿Te atacó un monstruo o solo te caíste por torpe? —añadió con un tono risueño.

Nyssara solo la miró desde la cama, todavía procesando lo brusco que había sido todo.

—No es nada… solo que no podemos salir. Por ahora —respondió Nyssara, acomodándose en la cama con un suspiro.

Sabrina, todavía medio dormida, bostezó tan grande que hasta se le aguaron los ojos.

—Mmm… sí, bueno… tampoco es que quiera correr por ahí a estas horas —murmuró, dejándose caer otra vez sobre su almohada—.

—Despiértame cuando sea importante… o cuando nos vayan a matar… lo que pase primero… —agregó con una sonrisa floja.

Nyssara rodó los ojos, pero no pudo evitar que se le escapara una pequeña risa.

Nyssara se dejó caer de espaldas sobre la cama, el cuerpo aún tenso por todo lo vivido. No le quedó más que quedarse allí, mirando el techo puntiagudo de la carpa, tan perfecto y simétrico que casi parecía burlarse de su incertidumbre.

El murmullo del campamento seguía afuera, pero dentro de la carpa todo estaba quieto, casi asfixiante.

¿Y ahora qué…?.

Se suponía que las llevarían a Elementa, ¿no?

Eso les habían dicho. Eso era lo que tenía sentido.

Pero ahí estaban: encerradas en una carpa, vigiladas por Sentaris que parecían no querer nada con ellas, mientras desmontaban todo alrededor como si fueran a marcharse sin previo aviso.

Nyssara apretó los labios.

¿Será que cambiaron de idea…?

No supo cuánto tiempo pasó, pero tampoco fue mucho. Quizá unos minutos… quizá apenas un par de respiraciones largas.

El murmullo afuera se hizo más claro cuando la tela de la carpa se movió y una de las Sentaris asomó la cabeza. Tenía el cabello recogido a medias y los ojos cansados, como si no hubiera dormido nada en toda la noche.

—Vamos, salgan —dijo con una voz extrañamente calmada, arrastrada por el cansancio más que por la autoridad.

Sabrina, todavía medio dormida, se incorporó frotándose los ojos. Nyssara ya estaba sentada, tensándose sin querer mientras la Sentari abría por completo la carpa para dejarlas pasar.

—Rápido, antes de que desmonten esto encima de ustedes —añadió, casi suspirando.

No sonaba enfadada. Sonaba agotada. Como si llevarlas fuera solo una tarea más en una lista demasiado larga.

Ambas salieron, todavía adormiladas por el encierro, y la Sentari las guio entre las carpas medio desmontadas. El campamento entero parecía un cuerpo gigante que estaba terminando de despertar: sogas cayendo, telas doblándose, armaduras tintineando, humo disipándose.

Llegaron a lo que quedaba de la gran fogata central. Solo un círculo de brasas rojizas, como un corazón que aún latía.

La Sentari les indicó que se sentaran en dos troncos bajos, y ellas obedecieron sin decir palabra. A los pocos segundos, la chica volvió con un cuenco para cada una.

—Tomen —murmuró, entregándoles chocolate caliente que humeaba suavemente en el aire frío de la mañana, junto a un pedazo de pan.

Nyssara lo sujetó con ambas manos, dejando que el calor le subiera por los dedos.

Sabrina lo olió primero, suspirando.

La Sentari se cruzó de brazos, cansada pero más tranquila que la noche anterior.

—Desayunen rápido. Las demás estarán listas en un momento —dijo, mirando las brasas como si quisiera meterse dentro para dormirse.

Ambas se miraron apenas, un acuerdo silencioso, y empezaron a comer lo que les habían dado. El chocolate estaba espeso y dulzón; el pan, tibio, con un aroma que les recordó por un segundo que existía un mundo sin persecuciones ni incendios.

No pasó demasiado tiempo antes de que una presencia pesada cayera sobre el campamento como una sombra.

Rovina.

Ahora la habían escuchado claramente: ese era su nombre.

La joven que había reducido un bosque entero a brasas pasó frente a ellas sin detenerse, acompañada por dos Sentaris más. Su paso era firme, casi arrogante, y al cruzar por delante de Nyssara y Sabrina inclinó apenas el rostro…



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Editado: 08.12.2025

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