El sonido del agua cayendo con fuerza sobre la carpa despertó a Nyssara de golpe. Pasó de un sueño profundo a la vigilia en un instante, con el corazón acelerado. Las gotas golpeaban la lona como si alguien lanzara piedras desde el cielo, una tras otra, sin descanso.
Parpadeó varias veces, desorientada.
La carpa se estremeció cuando un trueno estalló sobre ellas, tan cercano que el aire pareció vibrar. La luz de un relámpago se filtró a través de la tela, tiñéndolo todo de blanco por un segundo.
Sabrina estaba sentada en su cama, encogida, tapándose los oídos con las manos.
—Está cayendo el cielo —murmuró, alzando la voz para hacerse oír entre el estruendo.
Nyssara se incorporó despacio, sintiendo aún el cansancio del viaje en el cuerpo. Afuera reinaba el caos: órdenes gritadas, caballos relinchando nerviosos, el chocar metálico de armaduras bajo la lluvia. Cada rayo parecía partir el cielo en dos.
No era una tormenta común.
Nyssara lo sintió en la presión del aire, en cómo la lluvia parecía demasiado densa, demasiado insistente, como si algo la estuviera empujando desde arriba.
Se abrazó a sí misma, mirando la tela de la carpa tensarse con cada ráfaga de viento.
Pero, de un momento a otro, la lluvia dejó de caer sobre la carpa.
No fue un silencio total. Nyssara aún podía oír el aguacero a lo lejos, como si hubiera sido empujado hacia atrás. Hubo un sonido extraño, casi antinatural, como si el agua retrocediera sobre sí misma, regresando al cielo.
Nyssara contuvo el aliento.
La lona dejó de estremecerse y el aire se volvió más liviano.
Entonces la entrada de la carpa se abrió y una de las sentarís de agua apareció, empapada solo hasta los bordes del vestido azul, como si la lluvia la hubiera respetado.
—Ya debemos irnos —dijo con calma—. Hoy nos encontraremos con los soldados que envió Graulk. Y llegaremos a Burnstol al caer la noche.
Nyssara intercambió una mirada rápida con Sabrina. No hubo protesta. No había espacio para eso.
Se levantaron y comenzaron a prepararse, todavía con el eco de los truenos resonando en los oídos. Justo cuando Nyssara iba a dar un paso hacia la salida, la carpa volvió a abrirse.
Esta vez entró una sentarí de fuego.
Llevaba los grilletes en las manos.
Nyssara sintió un nudo en el estómago incluso antes de que se los colocaran. Cuando el metal tocó su piel, el ardor volvió de inmediato, esa sensación de cierre interno, como si algo dentro de ella fuera forzado a callar. Apretó los dientes para no quejarse.
Sabrina tampoco dijo nada, pero su mandíbula se tensó.
Las dos sentarís las esperaron afuera.
Al salir, Nyssara alzó la vista por instinto. Justo entonces, la sentarí de agua levantó una mano con un gesto preciso. Sobre la carpa, la lluvia volvió a caer de golpe, como si nunca se hubiera detenido, ocultando el espacio que habían dejado atrás.
Nyssara entendió entonces que no había sido una pausa de la tormenta.
Había sido una decisión.
Ambas avanzaron hasta donde se encontraba la caravana, escoltadas por las sentarís sin una sola palabra de más.
Nyssara se detuvo un instante al verla. No era la carreta rústica del día anterior. Esta era distinta: más grande, más sólida. La estructura estaba reforzada con placas de acero oscuro y remaches visibles, y en los costados se abrían pequeñas ventanillas estrechas, pensadas más para vigilar que para observar el paisaje.
Al subir, Nyssara notó de inmediato la diferencia.
Los asientos estaban acolchados, forrados con telas gruesas que amortiguaban el movimiento, y el interior no olía a madera húmeda, sino a metal limpio y cuero. Era cómoda... demasiado, como si hubiera sido diseñada para transportar algo valioso. O peligroso.
Las hicieron sentarse una frente a la otra.
Luego, la puerta se cerró con un sonido seco, definitivo.
Desde dentro, Nyssara solo pudo percibir sombras moviéndose tras las ventanillas: pasos, órdenes breves, el relincho de caballos siendo alineados. El campamento despertaba por completo, organizándose con rapidez mecánica.
Se aferró al borde del asiento, sintiendo el frío de los grilletes contra la piel.
No sabía si aquella comodidad era un gesto de consideración...
o una forma más elegante de asegurarse de que no escaparan.
La marcha rápida había iniciado.
Esta vez el movimiento era distinto. Más estable, pero pesado. La caravana avanzaba sobre el suelo aún empapado y, desde fuera, Nyssara escuchaba el golpeteo rítmico de los cascos al romper los charcos, el agua salpicando contra el metal, el roce constante de las ruedas sobre el barro.
Sabrina no tardó en quedarse dormida, recostada contra el respaldo, agotada por el viaje y la tensión acumulada.
Nyssara, en cambio, permaneció despierta.
Se inclinó ligeramente hacia una de las ventanillas estrechas y miró afuera. El paisaje avanzaba rápido: árboles oscuros, sombras deformadas por la lluvia, antorchas que se reflejaban en el suelo húmedo como brasas temblorosas.
El vaivén casi la arrastró al sueño...
cuando, de pronto, todo se detuvo.
Los cascos callaron.
Las ruedas dejaron de girar.
Y la lluvia también.
El silencio fue tan brusco que le erizó la piel.
—¿El clima...? —murmuró, apenas audible.
Se acercó más a la ventanilla.
Afuera, entre la neblina baja y el vapor que aún se elevaba del suelo, vio formarse una fila de soldados. Llevaban armaduras negras, pulidas, marcadas con el emblema de su casa.
El corazón le dio un vuelco.
Uno de ellos destacaba por encima del resto.
Su armadura era más oscura, negra azabache, y el casco tenía la forma de la cabeza de un dragón, con líneas afiladas y una presencia imponente.
Nyssara contuvo el aliento.
¿Kael...?
La duda se le clavó en el pecho, incómoda, peligrosa.
Los soldados se incorporaron con disciplina perfecta y se acercaron a la carroza. Las cerraduras sonaron. La puerta se abrió lo justo para que comprobaran el interior, sus miradas rápidas, evaluadoras, asegurándose de que ambas seguían allí.