The End

THE END

Me llamo Sabrina Vega, aunque mis alumnos a veces me dicen "Profe Sabri". Tengo 26 años y, aunque no soy muy alta, me gusta pensar que compenso mi estatura con una sonrisa que no falla. Mi piel es blanca, como la leche, y mi cabello castaño, liso y siempre bien peinado, aunque a veces se me escapa algún mechón rebelde. Mis ojos son de un color café tranquilo, y casi siempre los ocupo tras mis gafas, que ya forman parte de mí. Dicen que tengo una mirada dulce, pero también firme, perfecta para mantener a raya a mis pequeños revoltosos.

Soy maestra de cuarto grado en la Institución Educativa Altos de Miraflores, un edificio de dos pisos, construido con ladrillo rojo y techos de teja. Se alza en una colina que domina el paisaje del pueblo. Desde sus ventanas se ve el valle, con sus campos verdes y montañas azules. El patio es amplio y está lleno de árboles que ofrecen sombra y frescura en los días calurosos. En una esquina, hay una cancha de baloncesto donde los niños juegan durante el recreo. El olor a tierra mojada y flores silvestres impregna siempre el aire. La Institución está en Miraflores, un municipio que parece una eterna primavera.

Era un día claro, con el cielo despejado y el sol radiante. Comencé con la clase de matemáticas. Me gusta empezar el día con esta materia; así, mis alumnos aprenden mejor y retienen lo que estudiamos en esas primeras horas.

Pero, en realidad, estaban más intrigados por saber cómo terminaba la historia que les había contado el día anterior: la historia del niño más "bruto" que, a pesar de todo, logró la nota más alta en la materia que siempre había odiado. Y todavía la odiaba.

Pensaba en sus palabras: "Las matemáticas... una jaula invisible tejida con números y ecuaciones, que encierra el pensamiento y asfixia la creatividad. Nos obligan a ver el mundo en blanco y negro, ignorando la explosión de colores que lo define. Son la coartada perfecta para robarnos el tiempo, atándolo a las manecillas de un reloj implacable. ¡Si el tiempo no existiera, si el calendario dejara de sumar días, la tardanza sería un concepto ajeno y la vejez, una quimera! Las matemáticas solo sirven para levantar muros entre nosotros, clasificándonos según cuánto poseemos, graduando así la cordialidad con la que nos saludan. Lo justo sería recibir en proporción a lo que damos."

Siempre escuchábamos sus pensamientos revolucionarios, y al día siguiente, se contradecía con ideas igual de disparatadas y apasionadas.

—El loco soñador y apasionado... —le decíamos todos—. Se ha ganado ese título a pulso. Sus reflexiones son como esculturas abstractas, desafiando la lógica y la razón. Encuentra belleza en lo grotesco, verdad en la mentira, esperanza en la desesperanza. Su mente es un caleidoscopio de perspectivas, un espejo que refleja la realidad de formas sorprendentes. Era capaz de hablar de política y religión un día, y del engaño y el amor, del universo y lo pequeño, al siguiente. Decía que el universo era tan grande como tú lo creas, porque cada cabeza es un mundo, y tú pones tus límites.

Siempre esperábamos ansiosos sus intervenciones, como si fueran un espectáculo único e irrepetible. Nunca sabíamos qué diría o cómo lo diría, pero estábamos seguros de que no nos dejaría indiferentes. Era un maestro de la palabra, un artista de la conversación, un loco genial. Le encantaba llamar la atención, hasta aquel día fatídico en que murió siendo muy joven.

¿De verdad ese es el fin? El fin no siempre es el final de una historia; a veces, es solo el comienzo de algo mejor...

Mis alumnos me bombardeaban con preguntas.

—¿En serio ese es el final? ¿Lo conociste en persona? —me preguntó una de ellas.

—Sí, lo conocí, estudié con él.

—¿Cómo era? ¿Era guapo? —preguntó otra.

—No, no era guapo, pero tampoco feo. Jerónimo no encajaba en ningún molde. Era divertido y enojón, inteligente y despistado, tierno y a veces agresivo. Una mezcla de contradicciones que lo hacían fascinante e impredecible. Su pelo liso y negro siempre despeinado, como si su cabeza fuera un torbellino de ideas. Sus ojos grandes y color café reflejaban su alma inquieta, su sed de conocimiento y su miedo a lo desconocido. Sus largas pestañas parecían proteger su mirada, como si no quisiera que nadie viera lo que realmente sentía.

Era terco, obstinado y caprichoso, un manojo de contradicciones que lo hacían impredecible. Quería hacer muchas cosas a la vez, pero no terminaba ninguna. Solo los libros le apasionaban, y de ellos salían sus ideas locas.

Cuando se enojaba, nadie se atrevía a contradecirlo. Solo su hermana Dania, a quien le encantaba desafiarlo y verlo rabiar. Pero ojo, cuando se ponía de verdad furioso, hasta ella se alejaba. Ahí sí que daba miedo.

He contado esta historia varias veces, y quizás sea la que más me gusta. Pero ahora quiero contarla de una forma más personal, porque en realidad, yo fui parte de ella.

Les hablé del final, y ahí quiero empezar… Aún no les digo su nombre, qué cabeza la mía. Era Jerónimo Montealegre, tenía 27 años. En los últimos días de agosto de 2025, corría… corría por la avenida 18 con carrera 30A, sin saber que cada paso lo acercaba a su destino.

Era el día de su boda, y uno pensaría que corría hacia ella, pero no. Huía de ella, buscaba lo que lo llevó a su trágica muerte.

No vio el taxi que venía a toda prisa. Raúl, el taxista, llevaba tres años en el oficio. Un cliente le había prometido una buena propina si llegaba a tiempo al hospital. Es irónico pensar en lo misteriosa que es la muerte.

Quizá, si el tiempo no existiera, como lo había insinuado Jerónimo en aquel entonces, ese no habría sido su final.

El final solo fue el comienzo. Toda su vida fue correr y correr.

Y, literalmente, hace 14 años, también corría por su vida junto a su madre y su hermana.

Jerónimo vivía en Miraflores, pero no era oriundo de allí.

Había nacido en la serranía de la cordillera, en un lugar donde la vida tejía sus propios misterios. Allí, el encanto y la belleza luchaban por no ser devorados por las sombras de mafias, narcotráfico y guerrillas, que parecían empeñadas en llevárselo todo a su final.




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