The End

Capitulo 2 LA NIÑA INVISIBLE

Nos levantábamos cada mañana, de lunes a viernes, cuando el reloj apenas marcaba las 6:00. La rutina era un ritual inquebrantable: un baño rápido, vestirnos a toda prisa, engullir el desayuno y salir corriendo hacia la escuela.

No sé cómo se las arreglaba Jerónimo para llegar siempre tarde. Quizás en su mundo el tiempo se desvanecía, o tal vez simplemente le daba igual, porque a donde fuera, siempre llegaba con el tiempo justo, arrastrándonos con él en su peculiar caos.

Dania y yo estábamos en cuarto de primaria, mientras que Jerónimo cursaba quinto.

El año transcurrió de manera "normal", aunque lo de "normal" era un decir, porque la vida de Jerónimo era cualquier cosa menos ordinaria. Dania y yo nos convertimos en las mejores amigas, cómplices inseparables en las aventuras y desventuras de la infancia. Pero Jerónimo... a él le iba de mal en peor en la escuela: malas notas y peleas diarias que parecían una constante en su vida.

Peleaba por cualquier nimiedad.

¿Que lo miraban feo? Pelea segura. ¿Que lo ignoraban? Pelea al canto. ¿Que le respondían de mala gana? Otra pelea más para añadir a la lista. Y si no le respondían, si volvían a ignorarlo, ¡ay, entonces la cosa se ponía seria! Odiaba, con toda la fuerza de su alma, que lo ignoraran. Era como si su existencia dependiera de la atención de los demás.

Un día llegó al extremo de pelear porque, sencillamente, no lo habían saludado.

Casi siempre volvía a casa con la camisa desabotonada, testimonio de alguna riña callejera, o con la cara ensangrentada, reflejo de su impulsividad descontrolada. Su madre, Verónica, sufría horrores por su comportamiento. De hecho, estuvieron a punto de expulsarlo del colegio por enfrentarse a un profesor, desafiando la autoridad y poniendo a prueba la paciencia de todos. Al final, lo perdonaron, gracias a que su mamá prometió, con lágrimas en los ojos, que lo haría cambiar y que lo llevaría a un psicólogo si era necesario. Y así fue: Jerónimo terminó medicado, intentando encontrar la calma en pastillas y terapias. El diagnóstico del psicólogo fue Trastorno Explosivo Intermitente, resultado de un problema subyacente que se manifestaba en su incapacidad para controlar sus impulsos.

Le recetaron medicamentos que lo adormecían y lo enviaron a terapia con un psicólogo que intentaba desentrañar los misterios de su mente. Pero la calma duró poco, porque no tardó en volver a pelear, demostrando que las soluciones fáciles no siempre son las más efectivas. Esta vez, la chispa que encendió su furia fue tan insignificante como la negativa de un compañero a prestarle un lápiz.

El psicólogo nos explicó, con voz serena, que se trataba de una enfermedad mental o emocional sin cura definitiva. Jerónimo tendría que aprender a vivir con ello, a controlar sus impulsos y a asistir a terapia de manera constante, como si fuera una condena que debía cumplir de por vida.

La madre de Jerónimo se llamaba Verónica. Era una mujer muy amable, de piel blanca como la porcelana, baja de estatura y de complexión robusta pero firme. Su larga y sedosa cabellera caía en ondas suaves sobre sus hombros, enmarcando un rostro cálido y lleno de ternura. Sus ojos, de un tono café claro, reflejaban una mezcla de amor incondicional y preocupación constante por sus hijos, siempre atentos y llenos de esperanza, incluso en los momentos más oscuros.

Amaba a sus hijos con todo su corazón, sacrificando sus propios deseos y necesidades por el bienestar de ellos. En su rostro se reflejaba una constante preocupación, una angustia silenciosa por no saber cómo ayudar a Jerónimo a encontrar la paz interior.

Justo cuando todos pensábamos que seguiría siendo el mismo, que su destino estaba sellado por la impulsividad y la rebeldía, llegó un día completamente transformado, lleno de una emoción que nunca antes le habíamos visto. Lo recuerdo como si fuera ayer, grabado a fuego en mi memoria. Nunca lo había visto así, radiante y lleno de vida.

Entró gritando, con una sonrisa que iluminaba todo el salón, proclamando a todo pulmón una noticia que cambiaría nuestras vidas:

—¡Conocí a la niña más hermosa que he visto en mi vida!

¡Es que no sé si me entiendan! —exclamaba, con los ojos brillantes—. Sus ojos son amarillos, como almendras dulces, y cuando me mira... siento que no me juzga, que me acepta tal como soy. Y su sonrisa... ¡su sonrisa me hace sentir que pertenezco a algún lugar, que soy parte de algo!

La describió con lujo de detalles y adornos, como si fuera una musa salida de un sueño. Por un momento, pensé que todo era producto de su imaginación, una fantasía creada por su mente inquieta, algo no tan raro en él.

Una vez afirmó, con total convicción, que podía volar. Se subió a una pared, se lanzó al vacío y terminó con el brazo roto, demostrando que la realidad no siempre se ajusta a nuestros deseos. Así que bien podía ser otra de sus tantas historias, una invención para llamar nuestra atención.

—¿Y cómo se llama? —preguntó Dania, con una mezcla de curiosidad y escepticismo.

—No sé… No le pregunté su nombre —respondió Jerónimo, con un tono de voz que delataba su ingenuidad.

Dania y yo intercambiamos miradas cómplices y soltamos una carcajada sonora que nos dolió el estómago. Y, claro, cuanto más se enojaba Jerónimo, más nos burlábamos, disfrutando de su frustración.

—¡Que no sé cómo se llama! —insistió Jerónimo, con el rostro enrojecido por la rabia—. ¡Pero mañana la veré y le preguntaré! Y cuando la conozcan, ¡se van a tragar todas sus burlas!

—Sí, claro, mañana… ¡o esta noche en tus sueños! —dijimos al unísono, antes de salir corriendo mientras él nos perseguía, intentando vengarse por nuestras burlas.

Al día siguiente le preguntamos por ella, esperando ansiosamente su respuesta. Pero, según él, no había ido a clases. Ni ese día, ni al siguiente, ni al siguiente. A partir de ahí, no perdimos oportunidad de molestarlo con su "novia invisible", porque era facilísimo hacerlo enfadar, disfrutando de su reacción explosiva.




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