The End

Capitulo 3:LA MUERTE

Las clases empezaron el martes, ya que el lunes fue festivo. Como de costumbre, nos fuimos los tres juntos, aunque con retraso, por culpa de Jerónimo.

El cielo resplandecía con un azul intenso, anunciando una mañana radiante. Las flores de los jardines estallaban en una sinfonía de colores vibrantes, como si la misma vida se hubiera concentrado en sus pétalos.

Dania no paraba de hablar de todo lo que planeaba hacer ese año: entrar en el equipo de microfútbol, unirse a la banda, al grupo de danza, y muchas otras cosas más. A diferencia de Jerónimo, a Dania le encantaba la escuela.

Por mi parte, solo pensaba en aprobar el curso con buenas notas y leer cuatro libros más que el año anterior. Eso era lo único que Jerónimo y yo teníamos en común; a él también le fascinaba leer. Mis aspiraciones eran sencillas: buenas notas y nada más. ¡Ah! Y, si se podía, un novio alto de ojos azules. Lo último lo digo en broma; no tienen que ser necesariamente azules, podrían ser grises... Jejeje.

Jerónimo, en cambio, solo tenía una cosa en mente. Parecía un búho, escudriñando cada rincón, buscando a alguien. Y así era: buscaba a aquella niña que, para nosotras, no existía, pero que para él era tan real.

Apenas entramos al salón, Dania y yo nos sentamos juntas, como siempre. En cambio, nadie parecía querer sentarse al lado de Jerónimo. Quizás era por su actitud, por esa cara de pocos amigos que siempre llevaba; quizás por eso nadie se le acercaba.

—Qué mala suerte —dijo Dania—. Nadie quiere juntarse con Jerónimo.

—Todavía falta... —la interrumpí.

Y no había terminado de hablar cuando entró ella, la persona que, a la larga, sería la culpable de la muerte de Jerónimo.

(Somos tan egoístas que, cuando esas personas a las que decimos querer están vivas, no les decimos nada. No encontramos el momento, nos guardamos esos sentimientos por cobardía, miedo, vergüenza, o simplemente porque creemos que "No es el momento adecuado". Dejamos todo para después, y tal vez ese después nunca llegue. Y cuando finalmente llega, ya es demasiado tarde. Quizás la muerte no sea tan injusta como pensamos. Una vez leí una nota que decía: "No son los muertos los que en paz descansan en la tumba fría; los muertos son aquellos que tienen el alma muerta y aún siguen viviendo".)

Irónicamente, el día que Jerónimo murió fue el mismo día en que se enamoró, y en esa paradoja, empezó a sentirse más vivo que nunca.

Un año antes, Jerónimo estaba sentado en la última silla del comedor escolar. Se le veía tan aburrido que intentaba, sin éxito, tomar la sopa con un tenedor. Solo buscaba distraer su mente, escapar de la soledad que lo acompañaba, del vacío y, a la vez, de esa plenitud de pensamientos, sentimientos y preguntas sin respuesta que lo atormentaban.

Detrás de él, escuchaba risas, probablemente de alguien afortunado de tener compañía, alguien real y no producto de su imaginación.

¡La suerte! O quizás fue la compasión que sintió por aquel niño de sonrisa triste, que ya ni siquiera fingía alegría. Pero la vida, caprichosa y enigmática, obró su magia: una simple mirada bastó para encender la chispa de vida que yacía dormida en su corazón sombrío y desesperanzado.

Ella era Nahiara, esa niña hermosa de ojos encantadores, con un matiz único, quizás perceptible solo para él.

Nahiara superaba cualquier descripción que Jerónimo pudiera hacer de ella. La conocí desde el jardín; éramos amigas. Era una niña increíble, llena de luz y alegría, muy distinta a Jerónimo. Responsable, aplicada, siempre con una sonrisa y dispuesta a ayudar a los demás. Solo coincidían en su impuntualidad. Y sí, era hermosa; sus ojos, aunque no exactamente como los había descrito Jerónimo, tenían un tono café muy claro que cambiaba con cada emoción, reflejando diferentes matices según la luz y su estado de ánimo. Su voz era dulce, melodiosa, y parecía envolver todo a su alrededor. Esa era Nahiara, la niña que había enloquecido a Jerónimo, la que despertó en él sentimientos que nunca antes había experimentado.

Nahiara entró al salón, observando a su alrededor, buscando un asiento disponible. El único que encontró estaba junto a Jerónimo. Se acercó y le preguntó si podía sentarse allí.

Fue la primera vez que vi a Jerónimo tartamudear y quedarse sin palabras. Asintió levemente y nos dirigió una mirada de asombro a Dania y a mí, en silencio, señalándonos que ella era la que buscaba. Aunque no entendíamos del todo lo que estaba sucediendo, supimos de inmediato quién era, porque se comportaba igual que cuando nos habló de ella por primera vez.

Y él se sentía más inquieto que nunca, con el corazón a punto de salírsele del pecho. Era como si un sueño largamente acariciado se hubiera materializado de repente: la niña que había visto en el comedor ahora estaba allí, a su lado, compartiendo el mismo espacio, la misma realidad que Jerónimo.




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