The End

Capitulo 6 : SAMANTA AMOROS

Y en ese instante, todos guardaron silencio, dándose cuenta de que la única que había defendido a Jerónimo con sinceridad fue Sam, que con sus palabras logró devolverle un poco de esperanza y empatía en medio del dolor.

Samanta Amorós, o simplemente San, como la llamábamos cariñosamente, destacaba en el colegio no solo por su inteligencia, sino también por su serena presencia, que irradiaba una calma contagiosa. De tez trigueña, sus ojos eran particularmente notables: de un marrón oscuro tan intenso que parecían contener un universo de emociones, atrayendo inevitablemente a cualquiera que se cruzara con su mirada. Su cabello, negro, liso y brillante, caía en suaves ondas sobre sus hombros, enmarcando un rostro ovalado y delicado, de rasgos finos y armoniosos. Y cuando, en raras ocasiones, una sonrisa iluminaba sus labios, revelaba unos pequeños y encantadores hoyuelos que hacían su belleza aún más cautivadora, añadiendo un toque de dulzura a su enigmática personalidad.

Sin embargo, San era una persona de pocas palabras; sus sonrisas eran tan escasas como valiosas, y sus conversaciones, breves y precisas, se centraban en lo esencial, sin adornos ni rodeos. Su silencio era parte de su encanto, una invitación a descubrir lo que se ocultaba tras su mirada profunda.

Por eso, la sorpresa fue mayúscula aquel día cuando, desafiando todas las expectativas, salió en defensa de Jerónimo. Su gesto inesperado resonó en el aula como un trueno en una noche tranquila, dejando a todos atónitos.

Con paso firme y decidido, se acercó a Jerónimo, lo tomó delicadamente del mentón y le dedicó una sonrisa suave, pero llena de sinceridad. En ese instante, el tiempo pareció detenerse, y todos los ojos se centraron en ellos.

—No te sientas avergonzado —le dijo con una voz suave y melodiosa, que contrastaba con el silencio habitual—. No todos tenemos el valor de expresar lo que sentimos.

Podría jurar que en ese momento, Jerónimo sintió una paz inmensa inundar su corazón. Si antes latía desbocado, preso del miedo y la vergüenza, ahora encontraba la calma en la serenidad de Sam. No era la humillación ni el temor lo que lo había paralizado, sino la inesperada aparición de alguien que, por primera vez, se interesaba en él de una manera genuina y compasiva.

Una única lágrima, solitaria y brillante, rodó por la mejilla de Jerónimo, como si todo el dolor y la frustración se hubieran concentrado en un solo punto, buscando una vía de escape. Era una lágrima que hablaba de todo lo que había reprimido, de la vulnerabilidad expuesta y del anhelo de ser comprendido.

Esa lágrima fue delicadamente borrada por la sonrisa de Sam, a la que Jerónimo supo corresponder con una propia, débil pero sincera, como un tímido rayo de sol tras una tormenta. En ese intercambio de sonrisas, se selló un pacto silencioso de comprensión y apoyo mutuo.

Cuando Jerónimo intentó articular palabra, Sam lo envolvió en un abrazo cálido y reconfortante, y él, sin dudarlo, se refugió en sus brazos, escondiendo el rostro en su pecho. En ese abrazo encontró consuelo y protección, un espacio seguro donde podía ser vulnerable sin temor a ser juzgado.

Pudimos ver cómo su cuerpo se sacudía con sollozos contenidos, como quien lucha por no llorar en público o por reprimir un hipo incontrolable. Era una batalla interna entre el deseo de liberar sus emociones y la necesidad de mantener la compostura.

Sam le susurró al oído, con una voz suave y dulce:

—El amor tiene que salir, tiene que ser libre y confesarse. De lo contrario, te amargas por dentro y te consume el alma. No importa si no eres correspondido; ya todo está dicho, ahora solo hay que ver qué pasa.

Jerónimo no respondió, pero se aferró a ella con más fuerza, buscando en su abrazo la contención y el consuelo que tanto necesitaba. Sam se había convertido en su refugio en medio de la tormenta, y él se aferraba a ella como a un salvavidas. Ese nudo que oprimía su garganta, ella lo había desatado con su simple presencia y sus palabras sinceras.

Nosotros, absortos en todo lo que sucedía, observábamos la escena en silencio, conmovidos por la conexión que se había creado entre ellos. Ni Dania ni yo podíamos creer lo que estábamos presenciando. Jerónimo había pasado de ser el blanco de las burlas del salón a convertirse en el objeto de la envidia de muchos.

Sam lo invitó a salir al patio, y Jerónimo, aceptando su invitación, se marchó con ella de la mano. Juntos, dejaron atrás el aula llena de miradas curiosas y comentarios maliciosos, buscando un lugar donde pudieran hablar libremente.

Era un Jerónimo nuevo, más calmado y sereno, como si se hubiera quitado un peso de encima. Podría decirse que ese día había madurado, aunque fuera solo un poco; había aprendido una valiosa lección sobre la valentía, la sinceridad y la importancia de ser uno mismo.

Ya en el patio, Sam le preguntó si había escrito él la carta, si en verdad sentía todo lo que en ella expresaba, y si había escrito más cosas así. Se sucedieron preguntas y respuestas, en una conversación fluida y natural, como si fueran dos amigos de toda la vida que se reencontraban después de mucho tiempo. La química entre ellos era innegable, y el brillo en sus ojos era algo que nunca antes habíamos visto, ni en Jerónimo ni en nadie que conversara con él.

Cuando nos dirigimos a casa y Jerónimo tuvo que despedirse de Sam, su adiós fue como el de dos personas que temen no volver a verse, una promesa tácita de mantener viva la conexión que había surgido entre ellos. Resultaba casi cómico verlos tan compenetrados, pero la verdad es que me alegró enormemente ver a Jerónimo de esa manera, más tranquilo y esperanzado.

Adiós, Sam. Adiós, Jerónimo.




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