The F word

Prólogo

Cada vez estoy más convencido de que hay personas que piensan que dormir está sobrevalorado, o eso es lo que parece ocurrir con esa gente desalmada que empieza a dar por saco de buena mañana. No suelo ser picajoso, pero es que son las 8.45h de un seminublado domingo, y acaba de sonar un estruendo ensordecedor, acompañado de un grito. 

      —¿Edu?

      —Em, ¿estás bien? —le pregunto preocupado a mi hermana, saliendo a su encuentro en el pasillo— ¿Qué ha sido eso?

      —No lo sé... Pero ha sonado fatal —me responde, con sus grandes ojos infantiles—. Por un momento he pensado que te habías vuelto a caer por la escalera.

      Suspiro, riendo para mí. 

      —Qué poca fe tienes en mí...

      —Poca no, ninguna —se ríe ella. Maldita renacuaja.

      —Pues no tengo ni idea de qué ha sido, pero juraría que ha sonado como si viniera de la calle. 

      Casi como si alguien nos hubiera escuchado, se oyen dos gritos más, esta vez indiscutiblemente desde el exterior. 

      —Voy a mirar —declaro.

      —Ten cuidado... —murmura, sujetándome levemente por el bajo de la camiseta de pijama. Sonrío tranquilizador.

      —Tranquila, no creo que haya lobos o monstruos que puedan comerme en plena ciudad. Habrá sido el camión de la basura, seguramente. Tú espera en tu cuarto y no te muevas. 

      Abro la ventana de mi habitación, con cuidado de no hacer mucho ruido y me asomo para buscar la fuente de tal alboroto. En la acera de enfrente hay un enorme camión, sí, pero no es el de la basura. Parece un camión de mudanzas y de la parte trasera cuelga una caja, aparentemente destrozada, cuyo contenido ha sido desparramado sin miramientos por el suelo.

      Permanezco unos minutos asomado, curioso por saber qué ha ocurrido. En ese momento, me doy cuenta de que el camión probablemente esté dejando los muebles que veo de refilón en la casa amarilla que renovaron hace poco. Y mientras observo, descubro unas figuras saliendo por la puerta principal, ligeramente alteradas.

      —¡Estoy harta de vosotros! ¡Os voy a meter en una estúpida caja para mandaros a la estúpida Antártida y que no volváis! I effing swear!

      Una chica de cabello claro y liso, con una camiseta de Pink Floyd, un par de gafas de sol en la cabeza y cara de pocos amigos está saliendo de la casa, con dos niños idénticos a los lados, a los que está agarrando del brazo.

      —¡Em! —llamo a mi hermana, entre risas—. Asómate, no puedes perderte esto. 

      En la calle, las voces aumentan varios decibelios y empiezan a ser descifrables. 

      —¡Cass, déjame! Me estás haciendo daño... —se queja uno de los niños.

      —¿Sí? —le espeta la chica, que intuyo debe ser su hermana mayor— ¿Sabes quién se ha hecho daño también, Max? La vajilla de la abuela, pedazo de animales.

      —Pero no hemos sido nosotros... —se queja el otro niño. O al menos creo que ha sido el otro, porque no los distingo en realidad—. No sé que ha pasado, de verdad.

      —Suuuure... La caja se ha movido sola y se ha lanzado del camión porque ha querido, ¿no? Vuestros malditos tubitos no han tenido naaaaaada que ver.

      Observo cómo los dos niños se miran con culpabilidad, mientras intento contener la risa para no revelar mi posición. Me siento como un asqueroso voyeur pero esto es demasiado divertido. 

      —¡No son tubitos! —replica uno de los niños—. Son espadas láser, ya sabes que soy el mejor Jedi de Manchester —alza la cabeza, orgulloso.

      —Di mejor el mayor friki de Inglaterra —repone el otro niño, partiéndose de risa en su cara. 

      —¡Retira eso! —repone el primero, intentando abalanzarse sobre su gemelo.

      Tanto Em como yo, ya ambos desde mi ventana, observamos divertidos la escena, hasta que uno de los niños, probablemente aquél al que han llamado friki, intenta poner la zancadilla a su hermano en venganza, con tan mala suerte de terminar enredándose con las piernas de la chica y caer al suelo los tres en un amasijo de brazos y piernas. La situación es tan cómica que Em y yo tenemos que taparnos la boca para evitar que nuestras carcajadas se escuchen desde la otra punta del barrio.  

      —¡ALEEEC! 

      —Shit —replican los dos al unísono—. Retirada, retirada, ¡el dragón se ha enfadado!

      Los niños salen corriendo como alma que lleva el diablo hacia la calle, a tiempo para no escuchar a su hermana maldecirles desde el suelo y jurar asesinarles lentamente en cuanto se descuiden. 

      —Pobrecita... Qué niños más malos —sacude la cabeza mi hermana. Observo a la pobre chica que se ha tumbado en el suelo, agotada, seguramente, tras su intercambio con esos demonios.

      —Quédate aquí, Em, voy a ayudarla.

      Salgo rápidamente de mi casa y me acerco hacia ella, tendiéndole la mano. 

      —Hola, soy Edu, ahórrate el Feliz Navidad, por favor. Creo que vamos a ser vecinos, encantado. 

      Sin embargo, la joven me lanza simplemente una indiferente mirada mientras se levanta con agilidad, apoyándose sobre las puntas de los pies para impulsarse. 

      —Cassie.

      —¿Casi... los matas, quieres decir? Sí, yo también lo habría hecho. 

      La chica me mira de verdad por primera vez, con desconcierto y suspira, pensando probablemente que al chico que tiene en frente le falta un hervor. 

      —Cassie, así es como me llamo. Hasta luego Edu, si me disculpas, tengo mucho trabajo que hacer, como ya habrás podido comprobar. 

      Siento cómo mi rostro se torna rojo como la grana al darme cuenta de mi torpeza y, al mirar de reojo, veo cómo mi hermana pequeña se lleva la palma de la mano a la frente, para acabar de resaltar lo estúpido de mi respuesta.

      —Oh, Dios, perdona Cassie, no suelo ser tan torpe —empiezo, a lo que ella guarda silencio, como cuestionándoselo—. De verdad que no. Deja que te ayude con esto. 



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En el texto hay: amor juvenil, risas, superacion

Editado: 02.01.2023

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