32. Turbulencias invernales
Por más que intento contenerme, me es imposible. Menos mal que ya ha salido de la habitación, porque, de lo contrario, tendría muchas explicaciones que darle. Dios, no puedo evitarlo. Me duelen las mejillas de tanto sonreír.
Está picada.
¡Está picada!
Sigue picada con lo de la supuesta Lily. Si ella supiera...
Ardo en deseos de contárselo, pero ahora más que nunca me doy cuenta de que no es el momento. Aún no. No cuando empiezo a ver señales de que no le soy del todo indiferente. Que sí, que a lo mejor solo me estoy montando mis películas; que igual solo estoy soñando despierto, pero mentiría si no admitiera que empiezo a albergar cierta esperanza. La manera en que se ha sonrojado y se ha ido corriendo esta mañana cuando le he quitado el pegote de chocolate de la cara... Eso no me lo he imaginado. Ha reaccionado. Y mi cuerpo también. Menos mal que con los vaqueros no se me ha notado nada, o eso espero, porque me habría muerto de vergüenza. He tenido que hacer acopio de toda mi fuerza de voluntad para no atrapar sus labios allí mismo.
Tratando de borrar esa imagen de mi cabeza, vuelvo a coger la púa para continuar con el ensayo. Me paso la siguiente media hora rasgueando y rasgueando, pero por más que intento terminar con éxito alguna de las canciones que voy a tocar mañana, es inútil. No paro de equivocarme. Por eso, cuando comprendo que he llegado al límite de mi productividad por hoy, dejo salir un suspiro más bien digno de un chavalín de quince años, deposito la guitarra en el suelo y me dejo caer de espaldas sobre el colchón, frustrado.
No puedo pretender tocar algo decente cuando todo lo que veo al cerrar los ojos son sus mejillas sonrojadas. Sé que, con un poco de suerte, el momento de declararme llegará, pero tengo que currármelo mucho más para que eso ocurra. Eso sí, más me vale mantenerla alejada de Emma o la renacuaja mandará mis planes al garete. No quiero pensar en lo que habría pasado si llega a terminar su frase durante la videollamada. Habría sido tristísimo que Cassie descubriera que estoy enamorado de ella a través de mi hermana de diez años.
Porque lo estoy. Y ahora lo tengo tan claro que quema. Me cuesta creer que haya tardado tanto en aceptarlo. Si es que me merezco todo lo malo que me pase, por gilipollas.
La quiero. La quiero más de lo que creía que podía llegar a querer a nadie. Me encandila. Me encandilan sus intentos por sacarme de quicio y el modo en que arruga la nariz cuando se frustra en el intento. Me derrite. Me derrite cuando me muestra su lado más cariñoso, ese que reserva solo para las personas más cercanas a ella. Me enloquece. Me enloquecen sus arranques cuando se pone en modo camionero y empieza a insultar hasta al canario.
Joder, qué enchochado estoy. Como se entere Marc, me va a estar dando la turra hasta que mis nietos vayan a la universidad.
No sé cómo empezó ni cuándo, pero está claro que, en algún momento indeterminado, se volvió imprescindible en mi vida. No creo que ocurriera de la noche a la mañana, ni a raíz de un solo evento. Tengo la sensación de que fue paulatino, pero también la certeza de que llevo años sintiéndome así, aunque me lo negara a mí mismo. Incluso antes de empezar a salir con Paulina.
Pau... He sido un cerdo con ella. Jamás debí haber iniciado nuestra relación. Lo sabía, en el fondo, lo sabía. Siempre tuve la sospecha de que mi amistad con Cassie no era del todo inocente, pero ¿qué podía hacer? Me pudo la frustración, el deseo de sacármela de la cabeza, de olvidarla de una vez y, puede que un poco, las hormonas.
Necesito hablar con Pau. No he vuelto a saber nada de ella desde hace más de un mes y sé que se merece una explicación por mi parte. Rápidamente, echo un vistazo al móvil con intención de llamarla, pero no tardo en darme cuenta de que es más tarde de lo que pensaba. Tendré que esperar hasta mañana.
Dejando ir un bostezo de cansancio, estiro los brazos sobre mi cabeza y giro la cintura para descontracturar la espalda. No he hecho nada de ejercicio desde que estoy aquí. La paliza que me va a dar Marc la próxima vez que juguemos un partido va a ser épica.
Cuando termino de desperezarme, salgo de la habitación en dirección a la cocina y allí me encuentro a Cass, sacando una bandeja de pollo de la nevera.
—¿Cenamos fajitas? —me pregunta.
—¿Las vas a cocinar tú? ¿Debería ir avisando a urgencias de que pronto llegarán dos personas intoxicadas?
—Ja, ja. Estás muy graciosillo hoy.
—Y tú muy lenta de reflejos —me acerco a ella y me apoyo en la encimera para dedicarle mi sonrisa más arrogante—. ¿Dónde está esa Cassie tan fanfarrona que me ponía cada día los puntos sobre las íes?
—Supongo que se habrá quedado junto al Eduardo que se cagaba en los calzoncillos cada vez que me dirigía la palabra.
Ouch. Recordarme aquellos tiempos lejanos en los que su presencia me intimidaba tanto ha sido un golpe bajo, pero a pesar de lo que diga, no puedo evitar darme cuenta del aumento de color en sus mejillas, a medida que avanza nuestra conversación y la sensación de ingravidez que embarga mi pecho es tal que podría volar.
¿Cómo voy a sobrevivir tantos días viviendo con ella si con algo tan pequeño ya noto cómo el corazón se me quiere salir del pecho?
—Me lo he ganado a pulso. —Admito mi derrota, mientras trato de alejar mi mente de sus fantasías—. Bueno, fajitas. ¿Por dónde empezamos?
Ya arremangados, decidimos dividirnos las tareas. Mientras ella limpia el pollo, yo lavo y corto las verduras, y entretanto, me va contando cosas de su nueva vida en Bristol. Me habla sobre sus compañeros de laboratorio y de lo que hace durante las horas que dedica al grupo de investigación de la doctora Parra. Me cuenta que, a pesar de que estaba como un flan cuando entró y de que tenía serias dudas sobre lo que le pedirían hacer allí, no tardó en darse cuenta de que sus temores eran infundados. Su mentora debía de estar acostumbrada a tener estudiantes trabajando con ella, porque por lo visto no le pedía nada fuera de sus posibilidades. Era bastante realista. Aunque tal vez ayudara el hecho de que ella misma fuera profesora de su curso. Suponía que por eso era consciente del grado de conocimiento real que tenían sus alumnos y de qué podían o no abarcar.