Repiquete mis dedos sobre la tapa dura de mi libro mientras caminaba por el campus de la universidad. En mis audífonos se reproducía Proud Mary y yo la tarareaba, a la vez que me imaginaba el movimiento de cuerdas del bajo de Stu.
Había sido un buen día. Tuve una excelente participación en mi clase de composición y acústica. Me gané un muffin en un sorteo de la cafetería, y por último, se había cancelado el seminario de hoy por lo que podía irme a mi residencia a dormir unas horas. Eso era fantástico, porque a esta hora mi compañera de habitación —la cual era bastante ermitaña— no estaba y tendría esas cuatro paredes para mí sola.
Quizás la ermitaña era yo.
En fin, sabría que papá me llamaría dentro de poco desde algún lugar, y me gustaba la idea de poder hablar con él sin tener la extraña mirada de mi compañera todo el tiempo. Era muy rara.
Al pisar el suelo de mi residencia, me quite los auriculares y saludé a varias chicas que vivían allí. También le di una sonrisa mínima a la señora que era nuestra recepcionista o mejor dicho, cuidadora. Era muy exigente con las visitas, y con los horarios de llegada. Hubieron ocasiones que tuve dormir en la banca de afuera del edificio, porque llegué a la once y un minuto. Y la llegada era máxima era a las once.
Subí las escaleras de a dos escalones, y llegué al tercer piso, donde estaba mi habitación. En efecto, no había nadie y solté mi bolso y libros, en dónde mejor me pareciera. Coloqué música en una pequeña bocina que tenía, me acosté y dormí unas dos horas aproximadamente. No duré más porque un ruido molesto me despertó. Y no había sido la música que dejé puesta, porque eso nunca me incomodaba sino más bien, unos gritos que traspasaban la puerta. Le bajé el volumen a la música y salí con la gran chismosa que era, para ver qué sucedía.
Se trata de Cornelia, nuestra cuidadora. Le daba golpes con un periódico enrollado a un chico rubio que trataba de salir de la habitación al frente de la mía, no tenía su camiseta puesta y sus pantalones no estaban abrochados. El hacía lo posible por terminar de vestirse, pero Cornelia no dejaba de golpearlo.
—¡Ya me voy! ¡Deje de pegarme! —exigió irritado y la chica, solo lo veía con la cara roja de vergüenza.
Cornelia dejó de golpearlo para verlo realmente furiosa.
—¡Hablaré seriamente con el rector sobre esto! Fuera muchachito.
Él chico termino de ponerse la camiseta, y fue cuando vi su rostro y por coincidencia él, el mío.
—Corky. —me cruce de brazos en desaprobación y él sonrío encogiéndose de hombros.
—Layla, querida.
—¡Ya basta! Largo, largo.
Volvió a golpearlo y termino de sacarlo de la residencia. A ese punto, ya todas las chicas habíamos salido de nuestras habitaciones para ver la escena; miré a mi vecina y ella me dio una sonrisa tímida.
—¿Lo conoces? —preguntó sabiendo muy bien la respuesta y yo solo subí mis cejas como primera respuesta.
—¿Y tú?
Mordió su labio. Cerré la puerta y di un suspiro, mientras negué con la cabeza ante lo que había pasado. Mi teléfono empezó a sonar y corrí enseguida para tomarlo. Era mi papá.
—¡Lay-Lay! —su voz se escuchó fuerte. Sonreí.
—¡Papá! —me senté junto a la ventana para tener mejor cobertura—. ¿Qué hora es allá?
—Once y cuarenta y cinco. De la mañana.
Miré la hora en el reloj en mi mesa de noche, y confirmé que aquí eran las cuatro y cuarenta y cinco de la tarde. Busque en mi cabeza y tras pensarlo poco, lancé una adivinanza.
—¿Cinco horas? Sin duda no están en este continente —reí y él igual—. Europa.
—Ya sabes, hay que ser más específica.
—Mmm —gire mis ojos por toda mi habitación—. Italia, quizás.
—Eso ha sido cerca, pero no. Portugal.
—¡Hay más de un país que nos lleva cinco horas, papá! —dije todavía riendo—. ¿Cómo van las presentaciones?
Él me empezó a contar las últimas anécdotas que habían tenido, los bares que habían llenado y las presentaciones esporádicas que les habían surgido. Papá era el baterista de una banda que tenía desde hace mucho, desde hace veintinueve casi treinta años en realidad. No eran nada jóvenes, lo sé.
La banda se llamaba Under Fire, y tocaban rock. Bueno, específicamente Folk Rock. Fueron muy famosos hace quince años, incluso tuvieron vigencia hasta hace unos diez años pero hoy día, solo giraban y tocaban por diversión. Eran un grupo de amigos que no querían perder el contacto ni la juventud. Claro estaba que seguían haciendo dinero con la música, pero no era como si vivieran de ello. Mi padre, Aleck LeBlanc tenía una marca de ropa con estilo rock-punk. Ese era su mayor ingreso.
Morin, el bajista de la banda tenía tiendas de discos e instrumentos, Nova y Wallace quienes tocaban la guitarra y el piano habían invertido en proyectos musicales y luego estaba Van, el vocalista de la banda que vivía con lo mínimo que la banda le daba.
—Me encanta hablar sobre las locuras que me suceden a mis cuarenta y nueves años hija, pero cuéntame tu. ¿cómo va la universidad y tus presentaciones?
—Genial. Sigo cantando todos los viernes en el bar de Hermes y superando a Raymond en cada clase de composición. Y en la de instrumentación. Y también en la de piano.
Pude escuchar el suspiro ligado con una carcajada de papá al otro lado de la línea. Yo solo podía sonreír con orgullo.
—Hija, me alegra lo primero pero sobre Ray…
—Es mi forma de decirte que estoy dando todo de mi.
—Me gustaría que me lo dijeras con otras palabras… —dio una pausa y escuché unas voces a lo lejos—. Hija, te llamo después, Morin me necesita con algo.
—De acuerdo, te amo papá.
—Y yo a ti hija.
Colgó la llamada y me quedé viendo la pantalla de mi teléfono unos segundos. Hice una mueca contrariada, y suspire por la nostalgia de no tener a papá conmigo. No lo veía desde diciembre y aunque me gustaba saber que era feliz yendo de gira con sus amigos, me era imposible no extrañarlo.