The Journey of the Lifeless

CAPÍTULO 2: DOMIORMAGNO

Esta historia, sus personajes, conceptos y demás están protegidas por: La Dirección Nacional de Derecho de Autor, con número de registro:10-1064-400.

CAPÍTULO 2: DOMIORMAGNO

—¡Oye! ¡Sin vida, detente! ¡Necesitamos tu maldita ayuda! —rugió Hernesto, extendiendo su brazo ensangrentado hacia la sombra que huía.

El eco de su voz se perdió entre los alaridos. La única respuesta fueron las garras de los demonios, que se cerraban como una jaula mortal para sus presas. Los hombres caían uno tras otro, sus gritos eran ahogados por el crujir de huesos y el desgarrar de carne.

—¡Mantengan la formación! —vociferó el Veyzeth de ojos claros—. ¡Si rompen el escudo de lanzas, estamos acabados! — Todo era un desastre, se notaba que el único apoyo cercano era la Zetharia de Kezmiray.

El miedo corrió más rápido que la sangre, y los caballeros de capa azul, desordenados, fueron cazados uno a uno. Hernesto, viendo el derrumbe, arrancó una lanza del suelo y se lanzó solo contra la marea. Bebió el aire como si fuera su última plegaria, y su sangre, al responder a su impuro aliento de los astros, brilló con un resplandor azul, el don parecía negarse a morir con él.

De un giro desesperado, en un segundo, atravesó el vientre de un engendro, salvando por un instante a un soldado que ya sentía el aliento fétido en su nuca.

El triunfo duró un parpadeo. La cola de la bestia lo azotó contra un muro de piedra, quebrándole el aire en los pulmones. Aturdido, Hernesto solo pudo contemplar cómo el demonio devoraba, bocado a bocado, al hombre que había intentado salvar. El crujido de los huesos se le clavó en la memoria, y él, no volteó ni por un instante su mirada.

Cuando la matanza dejó apenas un puñado de cuerpos temblando, el demonio apuñalado se acercó a Hernesto, que yacía contra la pared. El monstruo, sin mostrar ninguna emoción, le escupió en el rostro. El hedor a azufre y sangre coagulada lo envolvió.

El rubio cerró sus ojos afrontando su destino, y entonces, la cabeza del pálido rodó por el suelo. Un hacha gigantesca, aún goteando, se alzó sobre la carnicería. Tras ella, un hombre de más de dos metros, piel bronceada y barba roja que parecía arder, emergió como una montaña que camina junto a unos cuantos guerreros que le seguían.

—¿Esto es todo lo que queda del gran Veyzeth Hernesto de Tesalónica? — Preguntó el sujeto reposando el hacha sobre su hombro.

El de búho plateado, con una sonrisa, lo reconoció.
—Teodoro, el gigante rojo… Así que eliges este momento para tu entrada heroica. Hijo de perra.

Teodoro era un Magno cuya sola presencia imponía silencio. Medía más de dos varas y diez, con la piel curtida por el sol y la guerra. Vestía apenas harapos manchados de sudor y sangre seca, reforzados con cuero de bestias cazadas a mano: unas botas endurecidas, una hombrera solitaria, una pechera tosca y dos avambrazos que olían aún al animal desollado.

Su cuerpo, al igual que su rostro, era un monumento a la brutalidad. Brazos como troncos, piernas que parecían columnas, y un vientre apenas abultado que no restaba a su fuerza, sino que lo hacía más temible, como un oso que no necesita esbeltez para matar.

Era casi calvo, salvo por una coleta pelirroja que brotaba insolente en la coronilla, como una llama solitaria. Pero lo que dominaba su rostro era la barba: una selva roja, espesa y feroz, que le cubría media cara y lo hacía parecer más un caudillo bárbaro que un soldado. En esa barba se enredaban migas de pan, gotas de vino y, a veces, la sangre de sus enemigos.

Teodoro no era solo un guerrero, era un recordatorio viviente de que la fuerza bruta podía gobernar tanto como una corona.

—¡Oooh! No seas tan cruel conmigo, Veyzeth —rió con descaro, y de otro hachazo cortó en dos a un pálido que le quiso tomar desprevenido— Después de todo te he salvado de que una bestia te viole con su enorme porra. —Atrás suyo la matanza continuaba, y a él parecía no importarle.

—No estoy de humor, Teodoro. Me duele hasta respirar —gruñó Hernesto, palpándose el pecho. Al parecer, este sujeto era capaz de sacarlo de su temperamento rígido y maduro.

—¿Y todo por un demonio pálido? Para alguien como tú debería haber sido un juego.

—No me provoques. Si mis Caballeros hubieran estado aquí, las cosas habrían sido muy diferentes

—¡JA! ¿Esos ineptos de tu brigada personal? La única diferencia que veo con los demás es esa horrible capa celeste.

—Si fuesen tan débiles como dices, ya te habrías hecho cargo de ellos. Deben de estar protegiendo el barrio de los altos Laykhos.

—Qué decepción… —dijo el gigante, fingiendo pesar—. La Legión de la Arena… sin importar el color de la capa, es solo una guardería para Laykhos y colaboracionistas cobardes. Y yo que quería ver al gran Veyzeth en acción.

El rubio lo fulminó con la mirada.
—Sabes bien que no soy el mismo sin mi alabarda de espinas. La dejé en el castillo junto a mi equipaje.

—¡Señor Hernesto! —gritó una voz entre el estrépito de la batalla.



#11829 en Fantasía
#5879 en Thriller
#2992 en Misterio

En el texto hay: fantasia, guerreros, horror y drama

Editado: 26.10.2025

Añadir a la biblioteca


Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.