Me levanté de la cama de Steve y salí corriendo de la habitación, sintiendo cómo mis pies apenas tocaban el suelo. No podía soportar estar allí, viendo a mi novio herido, con vendajes que parecían apretar no solo su cuerpo, sino también mi pecho. La sensación de que todo se desmoronaba me ahogaba, como si el aire en el hospital se hubiera vuelto demasiado espeso. Corrí por los pasillos, pasando junto a enfermeras y pacientes que se desdibujaban en mi visión borrosa, con las lágrimas amenazando con desbordarse.
Fue entonces cuando me topé con un hombre, su rostro me resultaba vagamente familiar, pero no me detuve a pensar en ello. Estaba demasiado alterada, mi mente llena de imágenes de Steve accidentado, mi hermano preocupado, y yo... completamente rota. Seguí corriendo hasta encontrar un rincón apartado, una pequeña sala de espera vacía, donde me dejó caer sobre una silla de plástico fría y me derrumbé. Las lágrimas finalmente cayeron, pesadas, incontrolables. Me cubrí el rostro con las manos, deseando que el dolor se esfumara de alguna manera.
No pasó mucho tiempo antes de que sintiera una presencia. Levanté la vista lentamente, mis ojos hinchados por el llanto, y ahí estaba el hombre de antes, el que había visto en el pasillo. Me miraba con preocupación, su rostro arrugado en una expresión que mezclaba lástima y algo más que no podía descifrar.
—Chica, ¿qué te sucede? —me preguntó con una voz suave pero firme—. Creo que te conozco... Eres la hermana de Fabián Palacios Quintana, ¿no es así?
Lo miré por un instante, tratando de recordar dónde lo conocía, pero mi mente estaba demasiado nublada por el dolor. No respondí. Simplemente asentido débilmente.
—Ven aquí, te veo muy mal —dijo el hombre, dando un paso hacia mí, extendiendo su mano como si quisiera consolarme.
Me puse de pie de golpe, sobresaltada por su gesto, retrocediendo como si me hubiera tocado una corriente eléctrica.
—¡No me toque! —grité, con el corazón martilleando en mis oídos—. ¡No me toque! ¡No voy a aceptar que nadie me toque!.
Mi voz tembló al decirlo, y de repente, el recuerdo que tanto había tratado de reprimir se coló en mi mente. Esa noche oscura, el miedo, la desesperación. Traté de apartar esas imágenes de inmediato, pero ya era demasiado tarde. Mi cuerpo entero temblaba.
—Tranquila —dijo el hombre, alzando las manos en señal de paz—. No te haré daño. Solo quiero ayudarte.
— ¿Qué quiere de mí? —le espeté, casi entre sollozos. Mi pecho subía y bajaba rápido, y sentí cómo el aire se volvía más denso, más difícil de inhalar.
—Te vi correr y pensé que necesitabas ayuda. Estás mal, eso es evidente. Solo quiero saber en qué puedo ayudarte —dijo con una voz amable, pero su mirada penetrante no dejaba de escrutar cada centímetro de mí. Era como si intentara leer mi alma.
Sentí que mi garganta se cerraba, las palabras apenas salían mientras las lágrimas seguían brotando sin control.
—Este mundo... todo a mi alrededor es una mierda —murmuré, mi voz rota por la desesperación.
El hombre me miró con una expresión de profunda pesar, como si mis palabras lo hubieran golpeado directamente en el corazón.
—Es mucho dolor para alguien tan joven —dijo, casi para sí mismo, pero lo suficiente alto como para que yo lo oyera.
—Este mundo es una desgracia —continué, mis manos temblando ahora con más fuerza—. Debería haberme lanzado de ese puente cuando tuve la oportunidad.
Él retrocedió un paso, sorprendido por mis palabras. Sus ojos, antes llenos de compasión, ahora parecían entrecerrarse con preocupación real.
—No digas eso, hija mía. No tienes que hacer esto solo. Lo que veo en ti es mucho más que ansiedad, y no me atrevería a especular, pero parece que también hay algo más profundo. Tal vez depresión —dijo con voz serena, pero firme.
Me llevé las manos a la cabeza, sintiendo que no podía respirar. Todo lo que me rodeaba se estrechaba, como si el mundo entero se estuviera cerrando sobre mí. Mis pensamientos se agolpaban, imposibles de ordenar.
—¡No puedo respirar! —exclamé, entre jadeos. La habitación comenzó a dar vueltas. Mi vista se nublaba, y un pitido agudo resonaba en mis oídos—. ¡Mi hermano... llama a Fabián! ¡No puedo... no puedo respirar!
—Está bien, está bien —me dijo el hombre, acercándose, pero sin tocarme—. Voy a buscar ayuda. ¡Alguien! ¡Ayuda!.
Todo empezó a volverse borroso. Lo último que escuché fue su voz llamando a una enfermera, y luego... el silencio.
Cuando abrí los ojos, me encontré en una camilla de hospital. El frío metálico del lugar contrastaba con el calor que sentía en mi cuerpo. La boca me sabía a hierro, y las luces fluorescentes me cegaban. Me incorporé lentamente, tratando de recordar qué había pasado.
El hombre estaba allí, a mi lado, mirándome con una expresión de alivio.
—Gracias por ayudarme —dije, con la voz apenas un susurro.
—De nada, hija mía —respondió—. ¿Cómo te sientes?.
—Un poco mejor —respondí, pero el mareo seguía presente—. Todavía me siento algo mareada, pero puedo respirar. Al menos ya puedo respirar.
En ese momento, escuché a alguien llamándome desde el pasillo. Esa voz era inconfundible.
—¡Fabiola! —gritó mi hermano.
—¡Aquí estoy! —respondí, mi voz más fuerte de lo que esperaba.
Fabián entró en la habitación con el ceño fruncido, sus ojos cargados de preocupación.
— ¿Qué haces aquí? —preguntó, claramente angustiado—. Me volví loco buscándote. ¡Te llamé mil veces y no respondías!
Antes de que pudiera responder, el hombre a mi lado, intervino.
—Fabián, ya la encontré. Ella estará bien, pero es evidente que necesita tiempo para sanar.
— Dr. Lorenzo, ¿Qué has hecho ahora, Fabiola? —preguntó Fabián, cruzándose de brazos.
—Yo... nada —dije, sintiendo una mezcla de culpa y rabia—. ¿Usted es el sr. Lorenzo ?¿Qué le has contado mí hermano?..
—Que eres una luz en mi vida, aunque un poco temperamental —respondió Lorenzo, sonriendo levemente—. Es todo lo que sé de ti.