The Man |

I: Treinta de setenta.

Un sonido estruendoso resonó en toda la estancia mientras trataba de no soltar una grosería. No iba a permitírselo después de mucho tiempo, aún cuando la situación lo ameritaba. Era la segunda vez que se caía la tapa de la olla en la que cocinaba, claramente sin saber cocinar del todo. De hecho, estaba en el nivel uno de aprendizaje donde todo se le quemaba o bien, salía completamente salado. Digamos, término medio de clase personal, de ella a ella.

Sacudió las manos en el delantal, soltando un resoplido. Por Dios, iba a perderlo todo si no continuaba mejorando. Recogió el material con el paño, escuchando pasos que se acercaban, por lo que tapó lo que estaba en la estufa, buscando alinearse.

—Ana. —La mujer se recostó del umbral, negando un momento.

Era un desastre.

La cocinaba estaba hecha un completo asco.

—Cuando despedí a Carlota, pensé que encontraría a alguien más eficiente. —Tragó, negando en lo más profundo, sabiendo por dónde iba la conversación —. Y lo hice, pero no en el área que quiero. —Bajó la cabeza, oyendo el suspiro de su jefa.

Segunda vez en el mes que pedía un trabajo.

Tal vez… Tal vez…

—A Ricardo le gusta que le hables sobre temas de la oficina, yo, en cambio, necesito a alguien que me dé un cien por ciento, no un treinta de esa cantidad, con los setenta rebosados en tu hija. —Una lágrima resbaló por su mejilla.

Era imposible controlar sus sentimientos. Todo estaba en su contra desde que salió de ese lugar al que no quería volver ni siquiera muerta o por alguna obligación. Tres años y nada salía de su cabeza, como quiso esperar.

—Lo siento mucho, Ana. Pasa por tu pago al despacho. —Y con eso, la mujer salió, arreglando su saco impecable mientras lloraba, cayendo contra el suelo del lugar.

¿Y ahora qué se suponía que iba a hacer? Negó con el rostro escondido entre sus manos, con su cabello yéndose hacia adelante. Lo que menos quería era llegar a ese apartamento que apenas podía pagar, con las manos vacías y una pequeña esperando por algo de comer. A veces, en su situación, se cuestionaba tanto por qué decidió quedarse. Ser madre no se trataba de un juego, pero sabía que ella, la niña de ojos oscuros que abría sus brazos cuando la notaba, no tenía la culpa de nada.

Ni siquiera de lo poco hombre que era su padre.

Con una respiración profunda que llegó hasta el fondo, se puso de pie, dejando el material colgado en su sitio, apagando las llamas de la estufa. Era hora. No iba a hacer ningún berrinche. En el camino, se encargó de arreglarse lo mejor posible, tocando al llegar al final del pasillo, escuchando que le permitían abrir la puerta.

—Señora. —Emitió, a modo de saludo —. Quería disculparme, verdaderamente, porque…

—¡Ana! —El hombre, en silla de ruedas de las eléctricas, la saludó con calidez, colocándose a su lado —. Es bueno verte, hija, ¿cómo has estado?

La tercera era la vencida. No se podía enojar. El hombre había tenido un accidente tiempo atrás que terminó por afectar, no solo su comuna, también su memoria y otros estados de su cuerpo y mente.

—Bien, Ricardo, pero ya hablamos antes. —Susurró con dulzura —. Ahora vamos con algo de negocios con tu esposa. —Una sonrisa se ensanchó en sus labios.

—Oh, ¿podrán la tienda de ropa para las chicas del pueblo que vienen de visita siempre? —La muchacha negó, tomando su mano con calma.

—Solo unos ajustes en el trabajo. Me iré por un tiempo. —Lo vio fruncir el ceño, extrañado.

—¿La vas a despedir? —Demandó, mirando a la mujer en frente de ambos —. ¿Por qué? ¡Ana me quiere! Me cuidó mucho. —Su labio tembló de pronto, agachando su cabeza para no llorar.

Tan poco tiempo y ya lo quería demasiado.

—No te puede alimentar bien. —Si hubiese sido distinto, habría podido verlo incluso levantándose en forma de protesta o removiendo sus manos con tal de defenderla.

—Carlota me daba sus he… porquerías. —Espetó, molesto —. Que Ana me dé sal en la comida, no es siquiera nada comparado con todo lo que tuve que pasar. —Prosiguió —. Y puedo perder la noción de algunas conversaciones o cosas, Casandra, pero esto no te lo voy a perdonar. Nunca. —En la sentencia, bajó la mirada, dándole a uno de los botones para moverlo, saliendo del lugar.

Su jefa negó, sacando un sobre, con el contrato frente a ella.

—Firma, tómalo y vete. —No dijo nada más, solo le hizo una seña correspondiente, tomando su pago al terminar.

Como era costumbre, revisó la cantidad, mirando solo tres papeletas de mil, a diferencia de las veces anteriores que eran más. Unos siete.

—Pago mil por el apartamento. —Emitió —. Quinientos a la niñera que me buscó, lo demás se va en lo que toca para comer aunque sean dos semanas y los pagos correspondientes. —Indicó, indignada —. ¿Qué se supone que pasó?

—No has completado el mes. —Abrió los ojos, sorprendida, sin poder creerlo.

—Esto es el colmo, Casandra. —Habló. Casi nunca mencionaba su nombre —. Llegué aquí, no protesté siquiera por el cuidado especial que tuve que darle a Ricardo por su condición, porque no me molesta en lo absoluto. Limpio el trasero de mi hija todos los días, limpio los sanitarios, tapaderos, cualquier cosa más repugnante. —Tomó una pausa, llevando una mano a su sien —. Jamás me había tratado como una delincuente y menos con el apoyo que le he dado.




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