The Man |

IV: Un poco más.

Aún miraba el lugar desalojado, sintiéndose furiosa, completamente desubicada, sin poder hacer nada. Ese hombre se había encargado de quitarle cada centavo que le perteneciera, todo lo que fue, lo que era y lo que quería ser. Tenía ganas de deshacer lo que estuviese frente a ella justo en ese momento, romper los vidrios, el refrigerador, quemar la ropa, cada cosa mínima que viera en ese sitio.

Deseaba que no quedara nada, ni siquiera los recuerdos de ambos unidos juntos en cada parte de ese lugar. Porque ¿cómo pudo? ¿Cómo se atrevió a fallarse a sí misma desde ese día en que sucumbió a los más bajos instintos? No pudo ser más estúpida. Y se merecía lo que le estaba pasando.

Limpió su rostro, levantándose del suelo para ir hacia ella. Natalie dormía. A pesar de lo que sucedía, su ángel lograba transmitirle esa paz que solo podía tantear con ella en frente.

Tuvo que tomar una cómoda de ropa para crear una especie de cama donde pudiese descansar, porque la cuna también se la había llevado, milagrosamente dejando las vestimentas intactas. Ni siquiera el gabinete del baño tenía lo que dejó por mucho tiempo ahí.

Exhaló, buscando la sábana sucia, colocando todas sus pertenencias en ella, con las lágrimas picando en sus ojos. No paraba de sentirse como una basura, un ser insignificante, una cucaracha a la que todos buscaban pisar para destruirla, pero para él… Para él era su títere favorito y para ella, una presa del miedo más.

Lo que menos necesitaba era regresar a ese país, a ese lugar donde no vio oportunidad de nada, donde sus derechos parecían ser una bola de papel que tiraban en la basura luego de entretenerse con ella o bien, una bolsa de cristal a la cual mover una y otra vez, sin detenimiento, sin descanso, desbaratando sus sueños, disfrutando de ello todo el día. Ni para su hija, para nadie, ni para la mujer que llamaba madre, quería eso, porque ninguna se lo merecía.

Llamó a la pequeña, limpiando su rostro, removiéndola hasta levantarla cuando supo que no despertaría. La dejó descansar en su hombro, escuchando un pequeño suspiro mientras la sábana hacía fuerte presión en su brazo izquierdo. Cerró la puerta, apagando las luces, sin ver atrás, porque no lo necesitaba y no extrañaría nada de ese lugar.

Tomó las escaleras, sabiendo que el ascensor marcaría demasiado, escuchando que el agua caía, con el torrente cada vez más fuerte. ¿Qué iba a hacer? Fácilmente pescaba un resfriado para ambas, cometiendo una negligencia que la alejaría de su hija en cuanto él lo supiera; sabía cada uno de sus pasos, pero ahora esperaba que ya no fuera así. Que todo terminara ahí.

Cuando el agua acampó con pocas gotas golpeándole, miró un auto luego de haber caminado unas cuadras bajo los techados de los establecimientos en la esquina. Estaba parqueado a las afueras de una capilla, por lo que fue hacia allí, levantando el baúl que milagrosamente estaba abierto, echando en él la abultada sábana.

Se acomodó dentro, sosteniendo a su niña, besando su frente en ese abrazo apretado, pensando en que, cuando ese vehículo arrancara, su vida cambiaría para siempre. Le daría lo mejor, de la manera que fuese, solo necesitaba resistir un poco más.

Solo un…

—¿Y esto? —La voz la hizo aferrarse en su sitio con un quejido saliendo de Natalie, por lo que disminuyó la presión del agarre.

Cerró los ojos, escuchando que abrían, sabiendo que todo terminaría ahí. No iba a lograr continuar de ninguna forma. Lo había perdido todo.

—Pero, ¿qué rayos? —Lo vio, espantada, con él sosteniendo una parte de la tela que había quedado fuera —. ¿Qué le pasa? —La tomó del brazo, molesto, con ella firme al abrazo de la pequeña que comenzaba a despertar.

Estaba lloviendo aún más fuerte. Se estaba empapando.

—¿Que nadie le dijo que esto es penado por la ley? ¿Qué intentaba hacer? —Demandó, con sus labios temblando, las lágrimas mezcladas con el agua.

Dio un paso más hacia ella, sosteniéndole el rostro, sin escuchar su respuesta. Frunció el ceño, escandalizado.

—¿Ana? —Sollozó, bajando la cabeza, con su hija limpiando sus mejillas.

—Por favor, no me quite nada. —Susurró, rota —. Solo tengo ropa, a mi hija y unos dólares para comer. —La mano fría del hombre seguía en su mejilla, tocándola, con sus ojos cerrados y ese espasmo invadiéndola al saber que estaba perdida —. No quería, yo no quería…

—Mami. —No la vio al instante, hasta que su mano sostuvo su palma suelta —. El señor te conoce, mami. —Volvió a limpiarla, encontrándose con su mirada oscura, sin reconocerlo.

—No, mi amor, no me conoce, yo… —Y quiso pasar a su lado, aunque su agarre la detuvo.

—Ana. —La llamó —. Soy yo, el tipo imprudente de la mansión, ¿me reconoces? —Apenas pudo verlo entre la luz de la calle que hacía su sombra más fuerte y lo borroso de sus ojos por las lágrimas junto al agua que seguía cayendo.

—Tengo frío. —Musitó.

Lo vio meter la sábana abultada en el mismo sitio, guiándola hasta el lado del copiloto luego de dejar a la pequeña en la parte trasera.

No supo mucho, solo lo sintió avanzar, con la calefacción encendida luego de quitarle lo que llevaba para no ser empapado por el agua.

Pronto supo que dormía. Su cabeza estaba recostada en la ventana, con sus brazos abrazando su cuerpo, —como si tuviese a su hija que también dormía atrás—, entre ellos.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.