The Man |

V: No estás sola.

Ocho horas y cincuenta minutos después, sintió que el jet aterrizaba.

Cerró la liberta, aún con el ángel en brazos, escuchando murmullos que proveían de la habitación donde la tenía. Acomodó su cuerpo en el sillón, caminando hacia allá, con sus manos retorciéndose a los lados. Entró con cautela, viéndola llorar en la cama, retorciéndose con lágrimas saliendo de sus ojos.

—No, por favor. —Suplicó en voz baja, sollozando —. No puedo perder esto, no puedo perderlo todo. —Frunció el ceño, acercándose de a poco —. No rían, no rían, por Dios, ¡nadie ría! —Y la tomó cuando se alzó en el colchón, tratando de no verla perder la cordura.

Se veía demasiado frágil así. No había nada de la mujer fuerte que estuvo en su habitación, dándolo todo por ese ser que había dejado con Elena.

—Ana. —Habló, mirándola con fijeza.

Temblaba en su sitio, sin verlo.

—Estás bien. —Afirmó, calmado, en ese tono suave que pareció hacerla volver, con ella derramándose en su pecho, sin poder ocultarlo más.

No tenía fuerzas, no tenía nada, lo perdió todo. Cada pedazo, cada cosa que un día fue. Ni Universidad, ni premios, ascensos, placer; no quedaba una sola gota de la mujer que fue, que construyó esa joven soñadora que llegó a esa ciudad, creyendo que podría con todo, incluso con el amor, con la pasión, pero no se dio cuenta que terminó perdiendo el control.

Ahora no era nadie, nada, no existía, ni siquiera en la ciudad.

—No… —Susurró en un sollozo —. No estoy bien.

—A salvo, Ana. —La alejó un poco, secando sus lágrimas.

—¿Dónde estoy? ¿Y mi hija? ¿Qué hiciste con Natalie? —Ahora estaba alterada, ya de pie, mirando el lugar con extrañeza.

—Con Elena, mi azafata. —Frunció el ceño, desubicada —. Estamos en Italia.

—¿Qué? —Pasó las manos por su rostro, negando sin comprenderlo —. ¿Cuándo? ¿Cómo? Yo no tengo pasaporte, nada, ni dinero. —Se miró la ropa, espantada, viéndolo furiosa —. ¿Qué hiciste? ¿Y mi ropa? ¿Con mi cuerpo te pagué? —La voz se le alzó, con él negando para dar un paso hacia ella —. ¡No! No soy… No soy una…

—¿Mamá? —Miró a la puerta donde la vio sostenerse —. ¿Por qué gritas? —Caminó hacia ella, tomándola en sus brazos para fijar su mirada en él.

—Elena, déjanos solos. —Pidió, sabiendo que estaba allí, pendiente a la escena.

Tomó asiento en la cama, notando que quería seguir de pie.

—Soy Bruno. —Emitió —. Bruno Salvatore. Te encontré anoche en el baúl de mi auto y te enfrenté. Estabas muy mal. —Continuó —. Fuiste la que me ayudó con…

—Está bien. —Exhaló —. El monumento del baño.

Lo oyó reír, negando mientras la niña le hablaba a los oídos, con ella soltando una carcajada en ese momento, dejándole saber que no debía repetir eso nunca.

—¿Qué? —Inquirió, con sus ojos cafés brillando atento a la complicidad de ambas.

Puso las dos almohadas en cada oreja, sentándose ya en el colchón.

—Natalie tiene una buena memoria y ha aprendido mucho en poco tiempo, por eso me dijo que... —Lo deletreó, esperando no espantarlo —. Sabe mucho, demasiado, lo siento. —Negó, riendo con calma ante lo entendido.

—Te quité la ropa porque estabas muy mojada, Elena vistió a la niña. —Mencionó, yendo al baño de la habitación —. Tienes toalla, ropa de hombre, que no es lo más genial, pero es algo y creo que tienes unas cosas para Nat. —Indicó —. Tomen una ducha, debemos irnos.

Salió del sitio, cerrando, sin permitirle hablar, mirando la estancia antes de ir por su orden.

 

Terminó con un suéter y un pantalón de deporte bastante ancho para su gusto, sin embargo, no tenía opción de protestar. Él se lo había dicho.

En los pies llevaba unos tenis que también eran de él, por lo que todo lo que tuvo alguna vez, lo dejó en ese jet. Sostuvo a la chiquilla de la mano, mirándolo un momento. ¿Quién era ese hombre en sí? ¿Qué hacía? No había duda de que le tocaba averiguarlo con calma, porque aún pareciendo un hombre paciente, tenía la sensación de saber que odiaba a la gente que metía las narices en sus cosas.

Decidió centrarse en lo que iba a pasar. Estaba en Italia, algún sitio desconocido porque no tuvo la oportunidad de viajar por muchos países como quiso y ni siquiera cargaba con los papeles. Ni ella, ni su hija.

¿Cómo sobrevivirían? En cuanto él desapareciera, se quedarían como una desamparada, una madre sin saber cómo avanzar en un lugar desconocido con una hija en brazos por la que quería dar hasta el último suspiro que le quedaba. Si no se trataba de eso su lucha, entonces no podría hacer nada.

El vehículo donde transitaban trazó un camino bastante largo, ya no quedaba pueblo alguno por el que pasaron media hora atrás, ahora solo podía ver árboles florecidos bastantes hermosos, con un camino solo para el auto, con lo demás cubierto de pasto. Pronto la mansión rústica se alzó frente a sus ojos, mirando al hombre con el ceño fruncido mientras hacía algo en un aparato electrónico.

—No puede ser. —Lo escuchó quejarse —. No tengo conexión aquí, ¿por qué no nos dejaste en el hotel? —Exhaló, apagando la pantalla, sin verla.




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