The Man |

VII: Nada de señor, por favor.

El sol entró con fuerza, haciendo que se removiera en su sitio, con su mano tapando sus ojos. Claro que la cortina era el problema. No estaba, se la había lanzado a su salvador.

Negó.

Su salvador… Qué lindo y raro era eso.

Salió de la cama, colocando la manta en un cordel para evitar la entrada de los rayos, buscando darse una ducha antes de ir por Natalie, a quien vistió con un conjunto florar de blusa y pantalón junto a unas botas de vaquera que la hacían ver adorable.

Hizo una coleta sin apretarla mucho, mientras la veía mirar los dibujos de uno de los libros que Bruno le había llevado; luego de leerle varias páginas, bajó con ella, buscando el área de la cocina que encontró al final del trayecto, doblando del lado izquierdo al ver que en el comedor formal no había nadie.

—Buenos días. —Emitió, con la niña corriendo a los brazos de la cocinera.

Un vuelco en el pecho la hizo estancarse un momento ahí, notando la sonrisa genuina que la pequeña portaba en sus labios mientras conversaba secretamente con la mujer amable. ¿Cuándo la había visto tan feliz? Ni siquiera embarrando a la que fue su arrendadora pudo haberse sentido tan calmada, como si fuera libre.

Ella lo entendía. Sabía lo que era la protección y por eso estaba demostrando tal afecto sin problema alguno. Quiso llorar, sin embargo, mantuvo la calma, respirando de manera profunda, porque era consciente de lo mucho que se parecía a ella, sin necesidad de recordarle nada de ese hombre al que podía pensarlo aún, queriendo arrancarle la cabeza por todo el dolor al que la tuvo sometida.

—Señorita Ana. —La mujer habló, logrando que la viera —. El señor me dijo que la ubicara en el comedor. Puede ir si quiere, llevaré el desayuno en unos minutos. —Asintió, despidiendo con su mano a la pequeña que no protestó al verla salir.

Buscó acomodarse en una de las sillas, sin hacer alguna torpeza que enviara el jarrón de centro contra el piso. Mantuvo las manos en su regazo, levantando la vista en cuanto sintió ese perfume, anunciando su presencia, que le dejaba saber que ese aroma era típico en él, logrando con él inundar la sala.

—Buenos días. —Saludó, viéndola.

Estaba recién bañado, con unos jeans, una camiseta blanca cubriendo su torno junto a unas botas algo casuales para la mañana.

—Buenos días, señor Salvatore. —Lo vio fruncir el ceño, negando repetidas veces al verla.

—Me llamo Bruno, Ana. —Corrigió —. Nada de señor, por favor. —Asintió, tragando el nudo de vergüenza que hizo estragos en su garganta —. ¿Amanecieron bien? ¿Calor? ¿Frío? ¿Bichos en la madrugada? —Le dio una negativa, mirando que tomaba asiendo a un lado de ella, con el corazón palpitándole con fuerza.

—S-Sí, amanecimos bien. No hubo ningún problema en la noche. —Murmuró, en un carraspeo —. Bueno, esta mañana… —la observó atento —, como ya no tengo cortina, el sol me espantó un poco por lo que pasó. —Bajó la cabeza —. No se van a reír de mí, ¿verdad? —Bruno la hizo verlo, negando con firmeza, con su mano tocando el mechón alborotado de su rostro, echándolo hacia atrás.

—No, ya hablé con ellos. Todo está bien. —Le dio un toque sutil a su nariz, notando lo sonrojada que estaba.

Aún tenía miedo del bochorno y con lo ocurrido en el jet, lo mejor que pudo hacer fue hablar con ellos para que no la hicieran sentir mal o le causarían algún ataque como el que vio en ella la mañana anterior. La pregunta que tenía era ¿qué tanto había pasado para que estuviese tan rota, tan… herida? Quiso preguntarle, al verla serena, tranquila, pero posiblemente no era el mejor momento, aún cuando su semblante demostrara su temple de calma.

Tenía que tratarla de la mejor forma, si no quería dejarla ir.

—¿A qué te dedicabas? —Demandó de pronto, con ella tensándose bajo su mirada.

—Hace tres años era secretaria y en parte, asistente de… —Guardó silencio —. Cuando estaba embarazada, mi único refugio fue una iglesia donde me daban una comisión por darle clases a los niños de allí y cuando di a luz, todo fue más complicado para mí, por lo que me dieron la última ayuda, dejándome ir para no someterme a ninguna otra presión. —Continuó, sin querer tocar el tema de la oficina —. Luego mi madre estuvo en mi parto, me dio lo suficiente, según su criterio, para sobrevivir. Se hizo cargo de los pagos y cuando me dieron el alta, desapareció. —Miró un punto que no fuese él, con sus manos retorciéndose en su sitio —. Desde ahí, he sobrevivido con lo necesario hasta que vi que el dinero se acababa por las fórmulas que le tuve que dar a Nat, después de darme cuenta que no podía darle el seno de manera constante, empecé a trabajar en cafeterías, bares, cualquier sitio que me permitiera llegar con algo a la casa; hace tres meses estuve en la mansión de la familia Pearls y cuando Casandra se dio cuenta de quién era, me despidió. —Hizo silencio un instante, soltando el aire contenido —. Ahora no me dedico a nada, solo a ser mamá en compañía de personas que no conozco mucho. —El hombre sonrió ante eso, fijado la vista en la empleada que llevó lo que había preparado para ambos.

Echó su plato a un lado, acomodando el asiento de la mujer para obtener su frente, con ella frunciendo el ceño.

—¿Qué vas a hacer? —Tomó uno de los croissant, acercándolo para verla aún extrañada —. Bruno, estoy bien. Puedo comer sola. —Intentó tomar uno de su plato, recibiendo un manotazo de manera leve.




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