The Mirror Room: Reflexiones sobre la Identidad

Rompiendo el Molde: Las Trampas de Identidad que Silenciosamente Nos Moldean (y Limitan) – 2

Parte 2: Las trampas de la identidad

Después de haber explorado dos trampas de identidad en el artículo anterior —internalizar etiquetas impuestas y aferrarse a nociones obsoletas de coherencia— aún persisten fuerzas más sutiles que moldean silenciosamente nuestra percepción de nosotros mismos. En esta continuación reflexiva, profundizo en tres trampas adicionales que suelen pasar desapercibidas, pero que influyen profundamente en nuestro sentido de identidad y potencial.

3. La instrumentalización de la identidad

A menudo me pasa que la gente espera que defienda un punto de vista—no porque sea justo o razonable, sino simplemente porque comparto ciertas características con la persona implicada. Me piden, por ejemplo, que me ponga del lado de un hombre negro frente a un hombre blanco, o de un colega frente a un superior, solo porque me parezco más al primero en cuanto a origen, idioma o color de piel.

Se escuchan con frecuencia frases como estas:
“El sufrimiento de una persona negra es el sufrimiento de todas las personas negras”,
“El dolor de una mujer es el dolor de todas las mujeres”,
“La carga de un hombre es la carga de todos los hombres”,
“Una injusticia contra una persona pobre es una injusticia contra todas las personas pobres”.

Y, por el otro lado, también hay quienes insinúan que las faltas de una persona deberían manchar a todos los que se le parecen.

No estoy en contra de la solidaridad. Al contrario. Creo en ella. Me acerco a quienes necesitan ayuda, alzo la voz cuando hace falta. A veces incluso acepto ciertos errores—cuando no son graves—con tal de calmar tensiones o preservar un vínculo. Pero nunca lo hago de forma automática, y jamás solo porque alguien se parece a mí. No defiendo a un hombre solo porque sea negro—lo defiendo si su causa es justa. No condeno a alguien por su origen, religión o estatus—juzgo según sus actos.

Y sin embargo, en el mundo que habitamos, en nuestras sociedades, sigue ocurriendo con demasiada frecuencia que se nos juzga, se nos aplaude o se nos castiga no por lo que hacemos, sino por la etiqueta que llevamos puesta. Una vez más, el uniforme eclipsa a la persona. Y eso construye un mundo en el que las alianzas ya no se basan en la verdad o en la justicia, sino en identidades compartidas—o supuestas.

Entiendo la intención detrás de esa expectativa: es el deseo de crear lazos, de protegernos entre nosotros, de no quedar solos frente a la injusticia. Pero creo que es posible—y hasta necesario—mantener la integridad sin renunciar a la solidaridad. Podemos ser parte de un equipo sin traicionar la conciencia. Podemos apoyar una causa sin abandonar el sentido de lo correcto.

Esa, al menos, es la decisión que yo he tomado—y sigo tomando.

4. El conflicto de las múltiples identidades

A medida que crecemos, se nos enseñan una serie de valores —valores familiares, culturales, a veces nacionales— que se arraigan profundamente en nosotros, como pilares silenciosos en la estructura de nuestro mundo interior. Esos principios se convierten, consciente o inconscientemente, en puntos de referencia: nos dicen qué honrar, qué evitar, qué desear, amar, respetar.

Para algunas personas, esos puntos de referencia se alinean perfectamente con la dirección que toma su vida. Crecen, prosperan en un entorno que los refleja, abrazan con gratitud las enseñanzas que les fueron transmitidas y encuentran en esa continuidad una felicidad genuina. Y eso es admirable. Después de todo, ¿no es uno de los fines más nobles de la vida vivir en armonía con lo que hemos recibido?

Pero para otras personas —como en mi caso, por ejemplo— las cosas son un poco más complejas. Al explorar el mundo —sus posibilidades, sus pruebas— y enfrentarnos a situaciones que nos sacuden o nos exponen a realidades desconocidas, comenzamos a buscar nuestra propia verdad, nuestra propia coherencia. Y esa búsqueda nos conduce a menudo a encrucijadas dolorosas. Entre los valores de la infancia y las convicciones de la adultez. Entre las expectativas de quienes nos formaron y el impulso interior de la persona que estamos llegando a ser.

Entonces, nos encontramos divididos entre dos mundos que ya no hablan el mismo idioma: el mundo de nuestros orígenes y el mundo de nuestro porvenir.

Entonces, ¿qué hacemos en esos momentos?

En mi caso, he aprendido a no huir del conflicto. Me esfuerzo por escucharme —por cuestionar lo que siento, lo que deseo, lo que estoy dispuesto a cargar. Trato de abrir un camino que se sienta mío, una senda donde esos mundos contradictorios puedan coexistir sin anularse entre sí. Y, a veces, cuando no hay posibilidad de reconciliación, elijo. No a la ligera, ni desde el rechazo, sino con la conciencia de que cada elección tiene un peso—y que eso también forma parte de convertirse en uno mismo: aceptar las consecuencias de nuestras decisiones, avanzar a pesar de las tensiones internas, y llevar dentro —con valentía— el eco de todas las identidades por las que hemos transitado.

5. La necesidad de validación por parte del grupo

Todos buscamos aprobación. A veces de una sola persona, a veces de todo un grupo. Ser vistos, aceptados, validados: eso nos da la sensación de existir de verdad, como si, a través de la mirada ajena, nuestra vida finalmente adquiriera sentido. Esta necesidad no es nueva. Es antigua, instintiva, casi primitiva. Se ve en el niño que intenta captar la atención de su madre o su padre, en el adulto que espera que su jefe note su esfuerzo y le regale una palabra de reconocimiento, en la pareja que hace todo lo posible por provocar una sonrisa o un gesto de ternura.

Y el deseo de ser aceptados no se detiene ahí. A veces nos empuja a disfrazarnos—adaptamos nuestra apariencia, nuestro lenguaje, nuestras pasiones para encajar con las normas de un grupo, una comunidad, un entorno. Silenciamos nuestros gustos, escondemos lo que nos hace únicos por miedo a parecer raros, fuera de lugar, o socialmente inadecuados. Para muchos, que nos llamen “extraños” duele mucho más de lo que parece—especialmente cuando nuestra identidad aún es frágil y está buscando dónde echar raíces.




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