Tony se hallaba sentado en un sofá no tan cómodo, en una posición aún menos cómoda, sin fuerzas para moverse.
El murmullo de las máquinas andando a su alrededor no lo tranquilizaba, la pequeña vibración eléctrica que siempre ponía a su mente en un suave estado de trance dónde podía pensar y dónde podía crear, en ese momento era un martillo sordo; un golpeteo constante y molesto.
Sus ojos no veían, los tenía fijos en un punto inocuo —siquiera sabía dónde— y tras ellos en una especie de película de terror, la batalla se repetía una y otra vez.
El horror lo tenía shockeado. Eso dijo Rhodes. Tony no tuvo fuerzas para decirle que no era la batalla lo que tenía catatónico. Menos lo era el casi morir o el dolor que subía desde sus nudillos entumeciendo cada músculo que encontró de camino a su cuello. No, eso era... un poco sorprendente, pero Tony lo había esperado.
¿Cómo no? Él construyó ese guantelete nanobótico, claro que se imaginó a sí mismo teniendo que hacer el trabajo sucio, claro que barajó la posibilidad. Por eso lo diseñó a su propio criterio. Fue previsto cien por ciento. Igualmente se sentía impresionado al recordar el dolor de cargar las gemas, la tristeza que lo envolvió al ver, en la distancia, sus peores temores vueltos realidad en un pequeño y seco asentimiento.
Hubiera deseado hacer todo distinto, hubiera deseado que nada de aquello sucediera, envejecer junto a la persona que amaba, formar una familia y hasta tener hijos. Tony en un segundo vio la vida a la que le decía adiós y se dio cuenta que esa vida llena de dicha que estaba perdiendo a manos de un gigante violeta —el que estaba parado frente suyo intentando masacrar a sus compañeros y todo lo que amaba— ya se la habían arrebatado hacía cinco años.
Pero Tony cometió una falla, no previno algo vital en esa ecuación y ahora ese maldito error estaba tendido en la cama conectado a todo tipo de máquinas para poder vivir.
La puerta hermética se abrió y Tony no se molestó en correr los ojos del cuerpo en la cama. Escuchó el alborotado repiqueteo de los pies de su hija corriendo hacia él y por más que su corazón dolía horrores, alzó la vista y le sonrió a su hija.
—Happy dice que necesitas comida —dijo su pequeña con una media sonrisa, mientras agitaba una bolsa desechable.
Tony sabía lo que su astuto amigo intentaba y sonrío más profundamente al aceptar que lo logró.
—¿Hamburguesa? —preguntó al fin reconociendo la bolsa, con la voz rasposa y ligeramente ronca.
Morgan sonrió divertida y asintió terminando de cerrar la distancia para subirse en su regazo. Tony reprimió una mueca cuando le hizo correr el brazo y en su lugar sonrió haciéndole cosquillas cuando ella se sentó abriendo el envoltorio, con ojos brillantes. Pepper no era muy partidaria de dejarla comer comida catalogada como «chatarra» y por eso ahora que estaba libre de supervisión —pues su pequeña sabía que Tony no era una fuente de autoridad— sonreía ampliamente.
Sabía que le mandaron a su hija para romper el cascarón de hielo en el que se metió nada más le sacaron el cuerpo de las manos, pero no por ello se molestó. En su lugar, Tony soltó un suspiro y dejó caer la cabeza contra el sillón, abrazó a su hija y empezó a pelear con ella para que le diera de comer en la boca, quejándose de dolores intensos, casi mortales, soltando quejas y aullidos bajos.
Morgan se reía y mientras le invitaba un trozo —por demás pequeño—, ella mordía dos. De a ratos, cada pocos segundos, sus ojos volvían al cuerpo en la camilla, casi deseando que el sonido de su risa lo levantará, casi dispuesto a creer que existían los milagros.
Se tragó todo lo que Morgan le dio —sin quejarse de que fuera tan poco— y bebió cuando ella lo obligó. Ya era tarde y el rostro agotado de la niña hacía esfuerzos por no dejar sus párpados caer mientras bostezaba acomodándose sobre su cuerpo. El sordo dolor en su brazo volvió a recorrerlo y se esforzó por no dejar que en su cara se notara.
—¿Se va a recuperar? —preguntó casi adormilada y Tony se atrevió a mirar por primera vez el rostro de Peter.
—Eso espero. —suspiró.
Tony encontraba increíble lo astutos que eran los niños, o al menos cuan astuta era la suya, porque Morgan asintió resuelta y se estiró levemente para tocar la mano llena de vendas de Peter. Tony alzó una ceja cuando su hija se inclinó y dejó un beso sobre la misma fracción de vendajes que había tocado. Alucinado, la vio asentir llena de resolución, como si hubiera hecho algo realmente intrincado y con un rotundo éxito.
—Ahora está mejor. —sentenció y Tony la miró, como siempre que hacía ese tipo de cosas, como si fuera un ser mitológico, mágico y único.
Una pequeña risa llena de ternura y dolor se escapó de sus labios y besó su frente esforzándose por contener las lágrimas. Era en verdad única.
—Terriblemente injusto que a mí no me dieras uno de esos. —se quejó cuando su niña se volvió a recostar en su pecho, con una sonrisa traviesa en los labios— También me hirieron.
Morgan entrecerró los ojos y lo miró en clara busca de heridas. Tony sintió temor a lo que sus astutos ojos pudieran ver, así que le sonrió calmado.
Su hija volvió a acurrucarse contra su pecho con una mueca atrevida y soltando un suspiro teatral.
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Editado: 20.10.2020