The Ocean Warrior

Capítulo dos: El despertar del elegido.

El destino es un niño caprichoso, obligando a inocentes a considerarlo parte de sus vidas. Una y otra vez, la historia se repite. Un débil lleno de miedos es encontrado por él, cambia su vida drásticamente y se vuelve alguien mejor, un hombre de paz, un héroe.

No obstante, el niño no deja de ser caprichoso, no deja de atormentar, de dificultar el camino prescrito por su madre: La vida. Siempre se trata de pueblos, de vidas en riesgo, de innumerables hazañas de personas que mueven mares, que levantan planetas o combaten en el sol, como robots automatizados a seguir una y otra vez la trágica historia que se les propuso, y es por ese ciclo sin fin, por ese infinito número de víctimas que el salvador necesita volver.

—Oigan, ¿Qué es esto?

—Se ve horrible, mejor tíralo y dime donde—el castaño se cruzó de brazos con amargura.

—Muy gracioso, no te lo voy a dar.

—¿Y si Dunvers te lo pide? —una sonrisa burlona apareció en él.

—¿Uh? Nah, puedes quedártelo—Sara sonrió amablemente, agachándose para ver los charcos en el suelo.

Max sintió sus mejillas ruborizarse al verla sonreír, era tan amable y dulce que su corazón volvió a latir rápido.

—Bueno, ya que insistes—Brown se encogió de brazos y se acercó hacia su mejor amigo para quitarle el amuleto.

Sin embargo, Max alzó la concha marina con uno de sus brazos, forcejeando para que no se lo quiten.

—Lo encontré yo, aléjate, loco.

—Se lo regalaré a una linda chica, dámelo Max.

—No, ya suéltame.

—Oigan—ella alzó la mirada.

—Por favor, amigo. Hoy por mí, mañana por ti.

—Oigan.

—No, Brown. Ya ríndete.

—¡Oigan! —alzó la voz, estresada de que no le escucharan.

Ambos frenaron sus forcejeos, Max aprovechó para guardar el amuleto en su bolsillo mientras los dos le miraban.

—¿No quieren mejor uno de estos? Se ven geniales—recomendó Sara, señalando cinco cristales en uno de los charcos.

—No, yo quería la caracola extraña—Brown se alejó de ellos.

—Yo podría llevarme uno, si quieres. Se ven lindos—pidió Max con vergüenza.

—Adelante, yo ya me llevé uno.

—Gracias—sostuvo un cristal celestino y lo guardó en el mismo bolsillo.

— ¿Encontraron algo más para poner en el informe, perdedores? —habló Demián en medio de la cueva.

—No, ya no hay más cosas—respondió el trigueño, volteando a ver la entrada.

—Nuestro informe es muy pobre, nos van a reprobar—agregó el castaño, mirando los alrededores de la cueva en busca de pistas.

—Inventemos más cosas y ya, es solo hipotético. —Albert se acercó a la entrada.

—Uy, tengo una buena historia para el origen de esta cosa, le pondremos “La bienvenida de los starpeces” —habló Demián, siguiendo a Albert.

—¿Te volviste a drogar o qué? —Brown se cruzó de brazos.

—Púdrete, Thun— Demián salió de la cueva, mostrándole el dedo medio al castaño.

—Imbécil. — Susurró el ofendido con estrés.

—Es mejor irnos de una vez —avisó Sara, viendo a Max.

— Lo mismo pensé—confirmó, siguiendo a la rubia.

Los cinco adolescentes se dirigieron hacia su maestra para entregarle los apuntes, finalizando con clase. Varios compañeros decidieron quedarse en la playa para charlar y aprovechar el sol, sin embargo, el dúo dinamita fueron a recoger sus bicicletas por las obligaciones que tenían.

Ambos se subieron y manejaron por la ruta normal para dirigirse hacia sus domicilios. El silencio otra vez volvió a ser un problema, donde los dos deseaban hablar, pero el tener tantas cosas en mente debido a su situación les impedía disfrutar de una nueva charla entre amigos.

Y como era habitual, Brown rompió el hielo al recordar que le esperaba a su mejor amigo.

—Oye, viejo. ¿Estarás bien? —preguntó, disminuyendo su velocidad al estar cerca de una acera conocida.

Una casa de dos pisos de alto pintaba a tan solo dos casas de distancia, su jardín descuidado y la estructura con una pintura vieja denotaba la falta de atención. El domicilio no se veía abandonado, pero algunos arreglos mejorarían increíblemente la fachada del lugar.

—Sí, ¿Por qué no lo estaría? —preguntó Max, mirando a la ventana.

—Ya sabes, lo de tu papá—respondió con seriedad.

— Ah, eso—Max suspiró—, no te preocupes, ya lo resolveré.

—Espero que sí, viejo. —Brown desvió la mirada.

Ver a su mejor amigo de esa forma le era preocupante, se sentía tan impotente, no obstante, comprendía que solo había una persona que podría hacerlo cambiar y ese era él mismo, donde Brown debía ser tan solo un acompañante en ese proceso.

—Tenemos que acabar ese estúpido informe para el fin de semana, no nos alcanzará el tiempo. ¿Te parece si lo avanzamos después del almuerzo? —preguntó él, regresando su mirada hacia su amigo.

—Claro y después avanzamos nuestro survival—el trigueño mostró una leve sonrisa.

—Suena bien—Brown extendió su puño.

Max entendió que eso era la despedida por hoy, por lo que, extendió su puño para chocarlo contra el de su mejor amigo.

—Nos vemos después, hermano. Mucha suerte—deseó el castaño, manejando para su casa.

—Hasta más tarde—Max soltó otro suspiro.

Cuando su amigo se alejó, su alegría desapareció de golpe, volteando a ver la casa con incomodidad. Su simple fachada le transmitía una fuerte vibra, él se bajó de su bicicleta y comenzó a ir hacia allá. Sus pies se sintieron pesados cuando más se acercaba, su respiración se irregularizó y el sudor bajó por su frente. Un acto tan simple como abrir la puerta no debería ser una condena y lastimosamente, para Max lo era. No quería entrar, deseaba darse media vuelta y volver al mar, pero debía, lo prometió, necesitaba hacerlo por el bien de su familia…o lo que quedaba de ella.

El pecoso dio un gran paso de forma literal, esforzándose con todo su cuerpo hasta quedarse en la entrada. Se calló y al no escuchar ruido adentro, suspiró lleno de alivio.




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