The Ocean Warrior

Capítulo siete: Viento del norte.

El ser humano, tan débil e ignorante a la vista de los extranjeros planetarios, oculta un arma sin igual; en la mente escasea, carece de fabricación y físicamente no tiene lugar. Su haz bajo la manga proviene del alma, es un sentimiento persuasivo, lleno de perseverancia y motivación, donde ni la noche más oscura o el día más claro podrían contra él. La sensación que te permite seguir con tu objetivo hasta el final, ese fuego latente en el corazón de todo humano, digno de él, de su fuerza adicional sin importar la corona de espinas, esa emoción que llevará a los bienaventurados al reino de los cielos. Ese factor tan importante, el arma más poderosa del ser humano es la determinación. No obstante, también hay ególatras que confunden la perseverancia con insistencia, condenando su alma al camino repetitivo del fracaso.

El sol resplandecía con fuerza un día después, a las siete en punto de la mañana, donde una pecosa de cabello rubio esperaba paciente al frente de la casa del elegido. Su ansiedad aumentaba por cada minuto, esperando actividad fuera de la residencia; lastimosamente, así se quedó esperando más de media hora entre nervios y aburrimiento.

—¿A quién demonios estás acosando, Dunvers? —preguntó Demián, quien se percató de ella, mientras caminaba por el vecindario.

—¿Quién dice que estoy acosando a Max? —se defendió, distraída por ver la entrada del pecoso a lo lejos.

—Nadie dijo a quien estabas acosando—el de cabello negro se cruzó de brazos—. Pero en serio, es aterrador, ¿Por qué vigilas a Seon?

—No te incumbe—respondió la pecosa, devolviéndole la mirada por unos segundos—¿Y tú qué haces por aquí?

—Me gusta caminar por la ciudad antes de ir a clases—respondió, dándole la espalda—. Si tanto te gusta, ¿Por qué no vas y te acercas a su puerta?

Las mejillas de Sara se ruborizaron al escuchar eso, levantándose rápidamente de la vergüenza.

—¡Él no me gusta! —negó, yéndose rápidamente.

—Mujeres, siempre tan raras—Demián suspiró, sacando su celular para enviarle un mensaje a Sara. En dicho mensaje estaba el contacto de Max.

Y así pasó una semana entera, donde de siete a ocho de la mañana, Sara Dunvers vigilaba que su nuevo amigo saliera de su casa para intentar acercarse a él, lo extraño era que nunca salía por la entrada principal. No fue hasta el octavo día, un viernes por la mañana que la pecosa se armó de valor para tocar su puerta.

—Okay, Sara, okay. S-solo vas a tocar la puerta, n-no e-es…n-no es la gran cosa.

Las extremidades de la rubia temblaron, extendiendo su brazo con temor a tocar la puerta, eran unos cuantos centímetros, pero en su perspectiva vergonzosa, sentía que eran kilómetros de distancia.

—Hola, ¿puedo ayudarte? —Bruce abrió la puerta, mirando a la adolescente con amabilidad.

La pecosa quedó congelada en ese preciso instante, sintiendo sus piernas temblar con pavor. Quería pronunciar una oración, no obstante, sus labios temblorosos apenas le dejaban balbucear.

—M-ma…m-max…ah…

—¿Max? ¿Buscas a Max? —el adulto quedó sorprendido al escucharlo.

Sara asintió leve y temerosa.

—¿A Maxwell Seon? ¿De verdad buscas a mi hijo?

La pecosa volvió a asentir, esta vez más rápido y constante.

—Entra, entra, tu casa es mi casa.

Sara ingresó con timidez, quedándose al lado de la entrada, mientras jugaba con sus dedos.

—Ahora lo llamo, un momento, jovencita—con amabilidad, Bruce se dirigió directamente al cuarto de su hijo donde se escuchó un estruendo.

—¿¡Qué!? ¿¡Papá!? ¿¡Qué haces!?

Una conversación incomprensible opacó los nervios de la chica, dudando sobre su decisión, la puerta aún estaba abierta, podía irse fácilmente, aunque con sinceridad no quería hacerlo.

—¿Una chica? Papá, ¿De qué hablas? ¡Okay, okay, ya voy!

Bruce salió del cuarto rápidamente y bajó con una sonrisa amable.

—Se está arreglando, en un momento baja.

—Está bien, señor—Sara desvió la mirada.

—Ay, dime Bruce, no hay porque ser formales.

—Okay, señor Bruce.

—Ven, toma asiento—le guio hasta el sillón.

Sara se sentó en el sillón individual, percatándose que el padre de su amigo se sentó al frente de ella en un mueble más grande.

—¿Y usted? ¿Cómo se llama jovencita?

—Sara, Sara Dunvers—la rubia sonrió leve—. Es un gusto.

—El gusto es todo mío, Sara. Y dime, ¿Como conociste a Maxwell? —preguntó Bruce, con una emoción interna de al fin conocer a una amiga de su hijo.

Dunvers no supo que responder ante aquella pregunta, una semana había pasado, pero no había día alguno que ella no recordara lo que pasó, sus sueños estaban plagados de esas criaturas y sus ansias de mejorar ardían en lo profundo de su corazón.

—B-bueno…estamos en el mismo club de la escuela.

—¿Ese club donde siempre salen tarde? Ah, ya entendí.

Bruce se cruzó de brazos, le dolía que su hijo lo creyera tan tonto como para no saber porque se tardaba tanto en ese club, su muchacho llegó a la edad donde las chicas son su prioridad, el amor y los cariños mutuos son parte de su día a día. Le aliviaba saber que su pequeño llegaba tarde a casa por una chica y no por seguir malos pasos, le tranquilizaba que él no siguiera el ciclo familiar.

—Por ser del club de kendo nos prestan el gimnasio hasta tarde, por lo que nos quedamos practicando hasta el cansancio. ¿Usted lo ha visto combatir? Él es muy talentoso.

—Por el momento no—Bruce suspiró—. El trabajo no me permite estar a tiempo en las competencias, su madre solía acompañarlo, pero ella ya no está con nosotros.

—Lamento mucho oír eso—Sara desvió la mirada con nervios.

—¿Sabes? Es curioso, ella siempre decía que Maxwell tenía mala suerte en las competencias, sus oponentes le doblaban el tamaño y como es delgado, siempre estuvo en desventaja—al mayor se le denotó una sonrisa.

—Ya veo, ¿Alguna vez le contó si ganó una pelea?




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