Desperté pensando que moriría por el dolor que sentía. No podía mover ningún músculo sin que estos se desgarraran. Tenía fiebre y hambre; sudaba sin parar. No tenía frío ni calor. El corazón quería salirse de mi pecho, y una vena en la cabeza empezó a palpitar. La oscuridad de la pequeña habitación era cómoda. No había ventana por la que entrara luz. Las paredes eran delgadas, así que podía escuchar todo lo que sucedía a mi alrededor, aunque no comprendía muchas de las cosas que llegaban a mis oídos. Me levanté del colchón sintiendo que mis huesos se partirían al no soportar mi peso. Al estar de pie, me mareé; una sensación de algo bajando por mi nariz se hizo presente, haciendo que por instinto echara la cabeza hacia atrás, tragándome el vómito. Me quedé un rato sin moverme, esperando que todo pasara. Encendí la lámpara y revisé mis heridas, las cuales habían sanado casi por completo. Ya no sentía aquel dolor punzante que me volvía loco. Tenía ganas de fumar, pero, por más que buscaba, no encontraba cigarrillos. Mi dedo índice empezó a moverse sin parar; un tic en mi ojo se hizo presente, así que apagué la lámpara. Sentí tranquilidad y respiré. Después de un rato, salí de la habitación, donde un olor a café me recibió. Al mirar hacia la cocina, allí estaba aquel peludo y gigantesco hombre cubierto solo por un delantal que dejaba sus nalgas al descubierto.
—Buenos días, Cyrus —dije, apartando la mirada de su culo.
—Buenos días, Dreng. Siéntate, ya casi está la comida —dijo animado, lo cual me sacó una pequeña sonrisa.
Me senté, intentando no mirar su culo peludo, pero este me llamaba con fuerza. Sabía que no debía, pero algo muy adentro me pedía que lo hiciera. Ignoré aquel llamado con mi fuerza de voluntad. —¿Tienes cigarrillos? —pregunté, mirando al suelo.
—Fumar es malo, y más para alguien de tu edad —dijo, acercándose a mí con un vaso de café y un pan, poniéndolos en la mesa. Me miró a los ojos con decepción.
—Gracias —dije.
—Tranquilo —respondió, volviendo a la cocina. No podía dejar de detallar su culo. Era deforme, parecía más grande de un lado o quizás era por el pelo. Tenía una forma extraña que me perseguiría en mis sueños. Le di un trago al café, el cual estaba amargo—. Es mejor esto que nada —pensé, perdiéndome en mis pensamientos tras sentir tranquilidad. Sabía que tenía que volver a aquel lugar, pero, a veces, estar afuera no estaba tan mal.
—¿Y la novia? —preguntó Cyrus, haciendo que me atragantara con el café. Tras toser un poco, lo miré. Él había dejado lo que estaba haciendo para verme fijamente. Por algún motivo, me puse nervioso al pensar en el curso de la conversación.
—No tengo —respondí, observando nuevamente su mirada de decepción.
—A tu edad yo tenía cinco novias y un hijo abandonado. Estás quedado —dijo, dándome la espalda—. ¿Ya tuviste tu primer beso? —preguntó, a lo cual respondí que no.
—Estoy esperando a la persona ideal —añadí. Cyrus empezó a reír a carcajadas. Así estuvo un rato, mientras yo me terminaba el café.
—Sí estás bien perdido —dijo apenas aguantando la risa—. ¿Quién te metió ese pensamiento en la cabeza? —preguntó.
—La casera —respondí.
Aquella sonrisa se borró. Con cara seria, me dijo en un tono de voz grueso y profundo: —Tiene toda la razón, yo pienso igual. Dile eso cuando hables con ella.
—No —respondí. El ambiente se puso tenso. En un instante, los dos nos pusimos serios, sin apartar la mirada el uno del otro.
—Hazlo o te mato —dijo con seriedad.
—¿Qué me das si lo hago? —pregunté.
—¿Qué quieres? —respondió.
—Que me lleven con ustedes la próxima vez que entren en la torre —repliqué.
—Imposible —dijo—. ¿A qué piso has llegado? —preguntó con curiosidad.
—Tres. ¿Y ustedes? —pregunté.
—Sigues estancado —dijo sin vacilar—. Nosotros seguimos en el veinte. Necesitamos a alguien que nos ayude a cubrir la retaguardia, pero es difícil encontrar a la persona que buscamos. Cyrus volvió a la mesa con tres platos, los acomodó y luego trajo tres vasos de café.
El olor del café era opacado por el del huevo que penetraba mi nariz, haciéndome dar ganas de vomitar. Tomé mi vaso, lo acerqué y empecé a oler su interior.
—Me sorprende que alguien pobre como tú no pueda comer huevo —dijo burlándose—. Qué mal pobre eres —añadió, con una fuerte risa que rompió la atmósfera.
—¿Cuáles son las características que buscas? —pregunté, cambiando de tema.
—Una mujer nalgona que sepa pelear —respondió con seguridad.
—¿Por qué no buscas hombres? —pregunté, esperando no arrepentirme.
—Eres muy joven para comprender, pero mira, te voy a explicar... Sacando unas gafas del bolsillo del delantal, se las puso y su aura cambió. Aclarando su garganta, empezó a explicarme—. Mira, las mujeres son más ágiles y le dan más visibilidad al grupo por su belleza. También son más inteligentes, lo cual ayuda a las estrategias. Y si le sumamos un gran culo o tetas, estas características les dan ciertas ventajas y más poder en ciertas cosas... —Habló por una hora, mostrándome estadísticas y análisis que él mismo había hecho y anotado en una libreta. Por un momento, sentí que me estaba invitando a un culto de pervertidos, ya que, brevemente, lo que decía parecía tener sentido.
—¿Cómo es que las mujeres se acercan a ti? —pregunté, acabándome mi cuarta taza de café. Él no había tocado su comida, esperando a que sus compañeras salieran del cuarto. Siempre me preguntaba por qué me habían acogido. No era su obligación hablar conmigo o darme consejos cuando empecé a alquilar una de las tres habitaciones del segundo piso. A veces sentía envidia de su relación y me preguntaba si podría tener algo igual o pertenecer a ella, pero este pensamiento era rápidamente olvidado y cambiado por uno de gratitud hacia ellos. Agradeciéndole por el café, me levanté de la silla estirando mi cuerpo. Caminé hasta la cocina y lavé mi vaso.
—¿Ya vas a ese lugar? —preguntó. Asentí. Él me detalló de los pies a la cabeza—. Estás igual que cuando te conocí. Probablemente mueras ahí dentro —dijo, apartando su mirada de mí.