El vapor exhalado por las bocas de los transeúntes se arremolinaba en el aire frío de noviembre, mezclándose con la neblina que se aferraba a las calles empedradas de Stonecroft. Las farolas de gas, dispuestas con una parsimonia melancólica, lanzaban círculos de luz amarilla y trémula que a duras penas conseguían atravesar la bruma.
En la Calle de San Judd, el corazón comercial del distrito, la vida bullía con la energía ruda y apresurada de la Londres de 1888. Carretas tiradas por caballos traqueteaban, los pregoneros competían a gritos con los afiladores de cuchillos y el olor penetrante del carbón quemado se mezclaba con el aroma a pan recién horneado y a arenques fritos. La gente se movía como un río turbulento: caballeros de levita pulcra, damas con sombreros recargados que se recogían las faldas para evitar el fango, y niños con gorras que serpenteaban entre las piernas de los adultos buscando monedas caídas.
Frente a una carnicería, una mujer con un cesto de mimbre se inclinó hacia otra, y susurró con la intensidad de quien comparte un secreto de Estado.
—¿Lo ha oído, Sra. Higgins? El Sound of Art
La Sra. Higgins, con un rostro tan arrugado como la pasa, puso una mano enguantada cerca de su oreja. —¿El qué, querida? Hable más alto, con este ruido...
—¡El Teatro! ¡El Sound of Art! —insistió la primera, bajando aún más la voz, a pesar de su volumen. —Se rumorea que el Señor Alistair Thorne lo reabrirá.
La mención del nombre hizo que la Sra. Higgins abriera los ojos. Era un nombre que se había convertido en sinónimo de fracaso ostentoso y escándalo silencioso una década atrás.
—¿Thorne? ¿El que huyó después del accidente de la última presentación? ¿El que cerró las puertas con un candado oxidado? —preguntó, la voz llena de una indignación bien ensayada.
—El mismo. Lo han visto. En el distrito de los teatros. Dicen que ha vuelto con una fortuna de América. ¡Una fortuna! Y va a devolver la vida al viejo edificio.
A unas manzanas de distancia, en la entrada del propio teatro, el ambiente era uno de abandono majestuoso. El Sound of Art (un nombre que la gente encontraba grandilocuente y ligeramente pretencioso) se erguía como una ruina de mármol y ladrillo rojizo. Sus grandes puertas de madera estaban cubiertas de carteles de otras épocas, arrancados a medias. El óvalo donde antes se leía el nombre del teatro estaba vacío, como un ojo ciego.
Un pequeño grupo se había congregado en la acera de enfrente, observando el esqueleto de la gran obra. Un obrero, con la cara manchada de hollín, señalaba el tejado roto.
—Vaya nido de ratas debe ser aquello. He oído que solo limpiarlo costará más que mi casa —dijo a su compañero.
—Cállate, John. Ahí viene.
Alistair Thorne caminaba por la acera con una confianza que desafiaba su entorno y su reputación. No era un hombre de gran estatura, pero su presencia era imponente. Llevaba un abrigo de lana de Chesterfield de un color oscuro y caro, un bastón con empuñadura de plata que no usaba para apoyarse, y un sombrero de copa inclinado que proyectaba una sombra sobre unos ojos que parecían ver más allá de las grietas del pavimento. Se había marchado como un joven arruinado; había regresado como un hombre de mundo, con un aire de hierro forjado.
Thorne se detuvo frente a las puertas mohosas, levantó la mirada hacia el techo y sonrió. No era una sonrisa de alegría, sino una mueca de satisfacción contenida. La gente, al verlo, se hacía a un lado, un poco por respeto y mucho por curiosidad.
—Señor Thorne, he traído el registro de la propiedad —dijo su asistente, un hombre joven y nervioso llamado Edwin, que tropezó con una baldosa suelta.
Thorne no le prestó atención. Tocó el mármol frío de la fachada.
—Cierra los ojos, Edwin. ¿Qué oyes?
Edwin se esforzó por oír algo diferente al sonido de un carro de verduras. —Bueno, Señor... Oigo el tráfico, el grito de un vendedor de pescado, y... un poco de viento entre las tablas de la ventana.
Thorne negó con la cabeza, sus ojos brillaban con una luz extraña.
—Yo oigo la música, muchacho. El eco de los aplausos, el rasgueo de los violines. El jadeo del público en el intermedio. Han dormido demasiado tiempo, Edwin. Es hora de despertar a Stonecroft.
Mientras Alistair Thorne abría el candado oxidado que simbolizaba años de silencio y vergüenza, a lo largo de San Judd la gente ya había formado sus opiniones.
"Es una locura. Estará cerrado en un año, al igual que la última vez."
"Quizá traiga un poco de alegría a esta ciudad gris. El señor Thorne siempre tuvo buen gusto, hay que admitirlo."
"Me pregunto qué será lo primero que ponga en escena... ¿Una farsa? ¿O algo con ópera?"
El regreso del Sound of Art no era solo una reapertura comercial; era una grieta en la monótona superficie de la vida de Stonecroft. Era la promesa de espectáculo, de belleza y, sobre todo, de un nuevo y jugoso tema de cotilleo para las largas y frías noches victorianas. Alistair Thorne había regresado, y la música que prometía no era la que salía de los violines, sino la de la controversias.