El reloj de la torre de St. Giles dio las doce campanadas de la medianoche, un sonido apagado por la densa niebla que ahora envolvía Stonecroft. La temperatura había caído en picado, y las farolas de gas parpadeaban con una debilidad espectral.
El Sound of Art, aunque aún lejos de estar terminado, ya no parecía una ruina. Gracias a las jornadas de trabajo agotadoras de Thorne, la fachada de ladrillo había sido limpiada y las grandes puertas estaban ahora selladas y cubiertas por lonas nuevas. El único signo de vida a esa hora era el rastro de luz que se escapaba de las rendijas de las ventanas superiores.
El último hombre en salir fue Michael Riley, el carpintero maestro al que Thorne había presionado ese mismo día. Riley, cubierto de serrín y con los ojos inyectados en sangre por el cansancio, cerró el portón trasero que daba al callejón. El incentivo de "oro extra" de Thorne había sido considerable, pero el hombre sentía el agotamiento de haber trabajado durante dieciocho horas sin descanso.
Se ajustó la gorra, encendió un cigarrillo y comenzó a caminar lentamente por el callejón oscuro y estrecho. La única luz venía de un farol distante en la esquina de San Judd.
—Vaya demonio de hombre —murmuró Riley, refiriéndose a Thorne—. Pone la misma prisa en un teatro que si estuviera construyendo una trinchera contra los franceses.
Mientras pasaba junto a la pared lateral del teatro, se detuvo para toser. Fue entonces cuando la oyó.
Al principio pensó que era el viento silbando entre las tablas, o tal vez el lamento de una tubería vieja que cedía al frío. Pero el sonido tenía una forma, una estructura definida. Era una melodía.
Riley se quedó inmóvil, pegado a la pared fría del Sound of Art. El cigarrillo se le cayó de los dedos, aterrizando sin ser notado en el fango.
Era un violín. Un violín tocado con una habilidad inquietante. No era una pieza alegre o popular; era una pieza solitaria y profunda, con un timbre tan rico que parecía resonar directamente en el hueso.
La melodía era lenta, intrincada. Daba vueltas sobre sí misma en círculos melancólicos, elevándose a un punto de tensión antes de caer en un susurro grave. Parecía encapsular la soledad y la belleza trágica del edificio mismo.
Riley ladeó la cabeza, escuchando con asombro. Nadie debería estar allí. Él había sido el último en salir y había asegurado todas las entradas. Thorne y Edwin se habían marchado horas antes. Las lonas estaban puestas para mantener fuera a los curiosos y el frío.
El sonido parecía provenir de la parte central del teatro, justo encima del auditorio principal. El lugar exacto donde, ese mismo día, Riley había estado colocando el moldeado dorado.
Un escalofrío que no tenía nada que ver con el frío de la noche recorrió al carpintero.
—¡Hola! —gritó Riley, su voz ronca sonando hueca en el callejón—. ¡¿Quién anda ahí?! ¡El teatro está cerrado!
La música no se detuvo. Al contrario, pareció intensificarse ligeramente, como si la mano del músico se hubiera vuelto más firme al ser descubierto.
Riley, un hombre práctico que solo creía en lo que podía tocar y medir, sintió que el pánico le oprimía el pecho. Pensó en las viejas historias que circulaban entre los trabajadores: el fantasma del Sound of Art, la "música que se niega a morir".
Alistair Thorne había dicho que el sonido había dormido, pero Riley ahora era testigo de que algo o alguien lo estaba despertando en la oscuridad de la noche.
Sacó su linterna de aceite y apuntó el haz tembloroso hacia la ventana más cercana, una alta y estrecha abertura con los cristales sucios. La luz rebotó inútilmente.
Justo en ese momento, la melodía del violín alcanzó su clímax. Una serie de notas rápidas, casi histéricas, que cortaron la bruma como fragmentos de vidrio. Era un sonido de dolor exquisito, tan cargado de emoción que casi era insoportable. Y tan rápido como había llegado, se detuvo.
El silencio que siguió fue absoluto, un vacío que se tragó el sonido del lejano tráfico de caballos. Riley esperó, su corazón latiendo con fuerza en sus oídos. No hubo un crujido de pasos, ni una tos, ni el sonido de un violín siendo guardado en su estuche. Solo la negrura y el frío.
Riley se dio la vuelta, abandonando su pragmatismo. No le importaba el "oro de incentivo" de Thorne. El agotamiento, la niebla, el miedo… todo se combinó. Empezó a correr.
Mientras se alejaba tropezando, la figura de un hombre emergió de las sombras del callejón, justo donde Riley había estado un momento antes. Era el Detective Inspector Lancel, que, por "intuición", había decidido dar una última vuelta por el Sound of Art antes de volver a Whitechapel.
Lancel no había escuchado el violín. Solo había visto al carpintero salir disparado del callejón como si el diablo le estuviera pisando los talones.
El Inspector se acercó al portón trasero y tocó la madera helada. Miró hacia arriba, hacia la oscuridad, su mente ya trabajando para descartar borrachos o vagabundos. No había ruido.
Sacó su pipa, la encendió y, con el primer soplo de humo denso, su mirada se fijó en el suelo. Allí, justo al lado de una pila de serrín, estaba el cigarrillo recién caído de Riley. Lancel lo levantó.
—Un hombre apurado —murmuró Finch—. O un hombre asustado.
El Detective Inspector Lancel tenía una llave para todos los misterios. Pero la prisa y el miedo del carpintero le decían que Thorne había traído algo más que una obra nueva a Stonecroft. Había despertado algo que la ciudad había dejado dormir. Y el Sound of Art no estaba vacío.