Cuatro días después de que Alistair Thorne enviara su osado telegrama, la niebla se había retirado de Stonecroft, reemplazada por un cielo gris y bajo que prometía heladas. El trabajo en el Sound of Art continuaba a un ritmo frenético, aunque el incidente del carpintero asustado había añadido una capa de tensión supersticiosa entre los obreros.
En la estación de tren de Charing Cross, el ajetreo era el habitual remolino de porteros gritones, viajeros apresurados y el penetrante olor a vapor y carbón. Entre la multitud, una figura se destacó por su elegancia inmutable: Lyra Vance.
A diferencia de las damas que viajaban con sombreros recargados y miriñaques voluminosos, Lyra vestía de forma sobria. Llevaba un abrigo de viaje de color carbón oscuro, guantes de piel de ante y un pequeño sombrero de ala ancha con velo negro que le cubría el rostro. Parecía una viuda de alta alcurnia, y su vestimenta de luto era una declaración silenciosa de su propósito.
Detrás de ella, dos porteros luchaban con un conjunto de baúles de cuero adornados con iniciales de plata, y un estuche largo y pesado que contenía, presumiblemente, su vestuario de actuación.
Edwin, el asistente de Thorne, estaba allí para recibirla, visiblemente nervioso. Thorne le había encomendado la tarea con una advertencia: "Trátala como a la Reina Victoria y a un volcán a punto de entrar en erupción, al mismo tiempo".
Edwin se acercó, quitándose el sombrero con una exagerada reverencia.
—Señora Vance. Es un inmenso honor. Mi nombre es Edwin. El señor Thorne está impaciente por su llegada. Hemos preparado un carruaje privado para su traslado.
Lyra se detuvo, su figura era una columna de gracia y frialdad. Su voz, cuando finalmente habló, era baja pero poseía una resonancia que cortaba el ruido de la estación.
—¿Impaciente? —La palabra salió con un ligero acento francés adquirido en su exilio—. Thorne debe estar aterrorizado, joven.
Lyra no esperó la respuesta de Edwin. Se dirigió al carruaje, que era una berlina de buen porte, discreta y costosa. Mientras subía, su mirada se posó en Edwin.
—Dígame, Edwin. Cuando el señor Thorne leyó mi telegrama, ¿pareció satisfecho, o... inquieto?
—Ah, satisfecho, Madame. Una sonrisa, ya sabe. De esa clase de sonrisas que hacen temblar la columna vertebral.
Lyra asintió. —Él y sus puestas en escena. Dígale a Thorne que he venido a Stonecroft con mi propio guion. Que el oro en las sombras puede ser de él, pero que la luz siempre es del artista.
El viaje a Stonecroft fue un descenso gradual de la opulencia de West End al ambiente más rudo y trabajador del distrito. Lyra observó las calles, notando la familiaridad de los adoquines y la melancolía de las farolas. Cada callejón, cada esquina, parecía evocar un recuerdo doloroso.
Finalmente, el carruaje se detuvo frente al Sound of Art.
La diferencia era notable. Las lonas estaban quitadas y la fachada de ladrillo rojizo brillaba bajo la pálida luz de la tarde. Las nuevas molduras de yeso relucían, y las puertas habían sido pulidas hasta un brillo sombrío. El teatro ya no parecía una ruina, sino un gigante recién despertado, cuyo esplendor aún se sentía crudo y sin pátina.
Lyra bajó del carruaje. Su primera vista del lugar que no había pisado en una década le cortó el aliento. No era el edificio lo que le afectaba, sino el torrente de recuerdos: los gritos, la sangre, el silencio abrupto de la orquesta, la cara de Liana.
Alistair Thorne la estaba esperando en el interior, justo en la boca del escenario. El auditorio detrás de él era un mar de andamios y escaleras, un esqueleto en plena reconstrucción, pero el proscenio ya estaba limpio y listo.
Thorne llevaba un traje de terciopelo azul marino, su cabello oscuro perfectamente peinado. Su presencia, siempre poderosa, ahora parecía amplificada por el teatro vacío que servía de telón de fondo.
—Lyra —dijo Thorne, y su voz, formalmente cálida, viajó por el auditorio, rebotando en los techos desnudos.
—Alistair —respondió Lyra, con el tono de quien nombra a un enemigo mortal.
Ella caminó por el pasillo central, avanzando entre el desorden de tablas y botes de pintura. Se detuvo justo al borde de lo que sería la platea. La distancia entre ellos parecía un abismo de diez años.
—Te veo bien —dijo Thorne, con una inclinación de cabeza.
—La desgracia es un buen conservante, Alistair.
—Y la riqueza también. ¿Recibiste la partitura?
—La recibí. Es una locura. Es la música de un demente.
Thorne se permitió su sonrisa seca. —Es la música de la verdad, Lyra. La obra que el mundo necesita. Y solo tú puedes cantarla. ¿El Orfebre te llamó?
Lyra alzó el rostro. Bajo el velo, sus ojos brillaban con una determinación fría.
—El Orfebre me llamó. Y yo respondí. Pero no he venido a cumplir tu destino, Alistair. He venido a terminar el mío. Quiero ver el escenario.
Thorne no le dio la espalda, sino que la miró de reojo mientras ella caminaba por las escaleras laterales hacia el proscenio. Lyra ignoró la capa de polvo y se detuvo en el centro exacto del escenario. Se giró hacia el auditorio, ahora casi completamente a oscuras, solo iluminado por la luz del día que se filtraba desde arriba.
Lyra cerró los ojos y respiró hondo, buscando el eco de su hermana.
—Hay una mancha —dijo, abriendo los ojos y mirando fijamente un punto cerca de la boca de la escena.
—La hemos limpiado a fondo —dijo Thorne, con rapidez.
—No, no hablo de sangre o aceite. Hablo de una mancha de silencio.
Lyra volvió a mirar a Thorne.
—Voy a cantar El Orfebre de Sombras. Pero te advierto, Alistair: durante mi estancia, no solo ensayaremos. Buscaremos la verdad sobre el accidente de Liana. Y te aseguro que la partitura que yo cante no será la que tú has escrito.
Thorne mantuvo su compostura, su rostro impasible. El regreso de Lyra Vance era el catalizador que él necesitaba, incluso si venía con una amenaza.