Edwin regresó, pálido y sudoroso, con una pesada palanca de hierro forjado que parecía más una herramienta de demolición que un instrumento de teatro. Thorne tomó la palanca con una facilidad sorprendente y se dirigió a la zona del foso.
Lyra se apartó, observándolo con una mezcla de anticipación y horror. El pianista, Bartholomew, había huido discretamente, sintiendo que había presenciado demasiado drama real en un simple ensayo.
Thorne insertó la punta plana de la palanca en la junta biselada que Lyra había descubierto. El metal gimió al encontrar resistencia, y luego, con un crujido sordo, el bloque de tablas de pino cedió.
Thorne hizo palanca con fuerza. Un cuadrado de aproximadamente un metro de lado se levantó, revelando un espacio oscuro y húmedo debajo. El aire que salió era frío y llevaba el olor a tierra mojada y a algo metálico, viejo.
Lyra se acercó al borde, mirando hacia abajo. No era la cámara de resonancia que Thorne había descrito. Era un nicho de tierra excavado en los cimientos de piedra del teatro, lo suficientemente profundo para ocultar algo, pero no lo suficientemente grande como para ser una verdadera cripta.
—Ahí lo tienes, Lyra —dijo Thorne, con la respiración entrecortada por el esfuerzo—. Una simple fosa de cimientos. Podría haber sido cavada por los albañiles originales. Una vez. Ahora. No tiene importancia.
Pero Lyra no le prestaba atención. Sus ojos estaban fijos en algo en la oscuridad. Había objetos, indistinguibles a primera vista, cubiertos por una fina capa de polvo y telarañas.
—Necesito una linterna —ordenó Lyra.
Edwin, aún temblando, se apresuró a encender una linterna de aceite que estaba cerca. Lyra la tomó y apuntó el haz de luz hacia el pozo.
Lo que vio la hizo retroceder ligeramente, un sonido de disgusto escapando de sus labios. Había dos grandes objetos, de aspecto alargado, envueltos en lo que parecían ser trozos de tela de saco descolorida. Junto a ellos, algo más pequeño y brillante.
—¿Qué es esa basura, Alistair? ¿Escombros de la renovación original? —preguntó Lyra, su voz tensa.
Thorne no respondió. Su mirada se había fijado en un punto más profundo.
Lyra se arriesgó y extendió la mano, acercando la linterna. Se inclinó y tocó con la punta de los dedos el objeto pequeño y brillante. Lo levantó. Era una voluta de violín de ébano, perfectamente tallada, aunque cubierta de una pátina de óxido y suciedad. La voluta era el extremo curvado del mástil del violín, una pieza única que la hermana de Lyra había hecho grabar con sus iniciales.
Lyra soltó un aliento ahogado. Era el violín de Liana. El instrumento que había desaparecido la noche del accidente, que se suponía había sido robado o destruido.
—El sonido se negó a morir, Lyra —murmuró Thorne, la emoción borrada de su voz, dejando solo una extraña frialdad—. Pero fue enterrado.
Lyra dejó caer la voluta, el pánico mezclándose con una furia helada.
—¿Por qué? ¿Por qué enterraste su violín, Alistair?
—Para cerrar el capítulo. Para que la gente olvidara la música.
Pero Lyra se había concentrado en los otros objetos envueltos en arpillera. Con una determinación repentina, introdujo ambas manos en el pozo y tiró del nudo de uno de los sacos.
El saco se deshizo, liberando un objeto de madera pesada y curvada. Era el fragmento de utilería que, diez años atrás, había caído del techo. No estaba completamente destruido, sino agrietado y manchado, y tenía un peso impresionante que el yeso común no podía explicar.
—No era solo yeso, Alistair —dijo Lyra, girando el objeto a la luz. Era más pesado de lo que debería ser, y la parte interna revelaba una estructura de metal.
—Lo reforcé para la presentación de Nochevieja. Un error.
Lyra negó con la cabeza, su mirada recorriendo los bordes rotos del fragmento.
—El yeso no se rompe de esta manera, Alistair. Esto parece… cortado. Como si hubieran debilitado intencionalmente los puntos de unión.
El segundo saco yacía inerte. Lyra no necesitó abrirlo. Bajo la luz de la linterna, distinguió un grueso haz de cuerdas de cáñamo, manchadas y enredadas. Una era mucho más gruesa y más nueva que las otras.
—Y aquí —dijo Lyra, levantando una hebra de la cuerda más gruesa—, está la nueva cuerda que reemplazaste un día antes del accidente. Y junto a ella, una de las viejas. ¿Verdad?
Lyra tiró de la cuerda vieja, y esta se rompió con un chasquido. Luego tiró de la cuerda nueva. La cuerda resistió la tensión.
—El informe decía que la cuerda se rompió por defecto —dijo Lyra, sus ojos clavados en los de Thorne.
—Los nudos se aflojaron... —empezó Thorne.
Lyra interrumpió, su voz se elevó a un tono que era casi un aria, pero lleno de rabia controlada.
—¡El nudo está aquí, intacto! —Señaló un nudo firme en el extremo de la cuerda nueva—. Esta cuerda está intacta y era lo suficientemente fuerte. No fue la cuerda, Alistair. Fue la conexión con la utilería la que falló. El objeto se soltó de la cuerda. Un nudo mal hecho, Alistair. Un fallo en el montaje.
—Fue un accidente, Lyra. ¡Un simple y trágico accidente!
—No lo fue —dijo Lyra, su rostro blanco por la comprensión. Miró el violín, luego a Thorne—. Hiciste que alguien desarmara la conexión. Y luego hiciste que se deshicieran de las pruebas bajo el lugar donde murió mi hermana. ¡Para asegurarte de que nadie pudiera reabrir el caso!
Thorne se quedó inmóvil, sus ojos oscuros e ilegibles.
—La orquesta de El Orfebre de Sombras está incompleta sin un violín, Lyra —dijo Thorne, volviendo a su tono frío y calculador—. ¿Te vas a concentrar en la verdad de hace diez años, o en la verdad de esta noche? El público espera.
Lyra dejó caer la linterna en el borde del pozo. Se volvió hacia Thorne, su expresión ahora una mezcla de tristeza y acero. Ella había encontrado la prueba: Thorne había cubierto el accidente.