El Detective Inspector Lancel sabía que los hombres que desaparecen no se desvanecen; simplemente se funden en el anonimato de los barrios más pobres de Londres. Dejó atrás el brillo falso del distrito de los teatros y se adentró en la red laberíntica de calles estrechas y sucias de East End, donde la niebla se mezclaba con el hollín y el hedor a pescado podrido de los muelles.
Su primera parada fue en los archivos de la Unión de Maquinistas de Escena. Utilizando su placa y su habilidad para hacer preguntas incómodas, Lancel descubrió que tanto Arthur Bates como George Perkins habían sido expulsados formalmente de la unión pocas semanas después del accidente, no por la negligencia, sino por "conducta impropia y abandono del puesto de trabajo". Una excusa de manual para un despido rápido y sin beneficios.
Lancel sabía que Thorne, al despedirlos, les había quitado la forma más fácil de ganarse la vida. Si no podían trabajar en los teatros, solo les quedaba el trabajo duro y transitorio: los muelles, los mataderos o las fábricas.
Lancel se concentró en Arthur Bates. Su búsqueda lo llevó al "Pez y Ancla", una taberna sórdida cerca de los muelles de Wapping, conocida por ser el punto de encuentro de los estibadores que buscaban trabajos de un día. El lugar estaba lleno de humo de tabaco barato y el sonido áspero de las voces.
El Inspector se acercó al mostrador, donde el dueño, un hombre con un delantal manchado y ojos desconfiados, secaba vasos con un trapo sucio.
—Busco a un hombre —dijo Lancel, su voz tranquila cortando el murmullo del pub—. Arthur Bates. Trabajó en el teatro hace unos diez años.
—Aquí nadie recuerda lo que pasó ayer, señor —gruñó el dueño—. Y si lo recordaran, no se lo dirían a un policía.
—Quizá no. Pero la memoria de un hombre a veces se refresca con la plata —Lancel deslizó una moneda de medio crown sobre el mostrador, haciéndola girar.
El dueño dejó de secar el vaso. Sus ojos se fijaron en la moneda.
—Bates, dice. Hay un Arthur por aquí. Se hace llamar "Artie el Fuerte". Trabaja subiendo y bajando barriles. Hace unos meses intentó conseguir un puesto en el nuevo almacén de maderas de Stonecroft.
—¿Y dónde vive "Artie"?
—En una pensión mugrienta en Cannon Street, la calle de atrás. Es un hombre de pocas palabras. Y parece que tiene un miedo crónico a las sombras.
Lancel recuperó la moneda, agradeció con un asentimiento y se dirigió a la pensión. La dirección era un edificio destartalado, con escaleras que gemían bajo su peso. Encontró a Arthur Bates en el tercer piso, en una habitación tan pequeña que un hombre tenía que entrar de lado.
Bates, un hombre que se había encogido en la última década, estaba sentado en el borde de su catre, remendando una camisa de trabajo. Sus manos, que una vez fueron ágiles para las cuerdas del teatro, ahora estaban callosas y temblaban.
—¿Arthur Bates? —preguntó Lancel, bloqueando la salida de la habitación.
Bates levantó la vista y, al ver la ropa de Lancel y la autoridad silenciosa que desprendía, su rostro palideció.
—No sé de qué me habla. Me llamo Artie.
—Le hablo del Sound of Art, Arthur. Y de la noche de Nochevieja de hace diez años. De la utilería que cayó, y del violín que se rompió.
El nombre del teatro y la mención del violín parecieron romper a Bates. Dejó caer la camisa y las agujas.
—Ya pasó. Lo archivaron. Yo no sé nada.
—Liana Vance murió, Arthur. Su hermana, Lyra Vance, está de vuelta en Londres. Y Alistair Thorne está reabriendo el teatro en la misma fecha del aniversario. Thorne está construyendo una obra de arte, pero yo sospecho que está encubriendo un asesinato.
Bates se levantó, temblando visiblemente. —¡No fue asesinato! Fue… fue...
—Dígamelo, Arthur. ¿Qué fue? Usted y George Perkins fueron despedidos antes de que pudieran testificar. ¿Qué vieron esa noche? ¿Quién le dijo que la cuerda estaba defectuosa?
Bates se mordió el labio, sus ojos recorriendo la habitación como si buscara una ruta de escape.
—Nosotros hicimos un buen trabajo. Revisamos la utilería. Las cuerdas estaban bien. Pero el señor Thorne… El señor Thorne nos llamó a su oficina. Nos dijo que si queríamos mantenernos fuera de la cárcel por "negligencia criminal", deberíamos irnos. Nos dio dinero. Suficiente para desaparecer.
—¿Y qué le pidió a cambio, Arthur?
—Que no dijéramos una palabra sobre... sobre el cambio.
Lancel se inclinó, su voz apenas un susurro. —Cambio, Arthur. ¿Qué cambio?
Bates se pasó la mano por el pelo ralo, la miseria de diez años de silencio en sus ojos.
—Antes de la presentación… el señor Thorne vino al foso de la orquesta. Le dijo a Liana Vance, la señorita Liana, que su violín no sonaba bien en la nueva acústica. Que distraía a la cantante. ¡Y le dijo que se moviera! Le ordenó que cambiara su asiento... justo debajo de la gran pieza de utilería.
El aliento se le cortó a Lancel. El accidente no fue por un fallo en la cuerda. Fue la víctima la que fue movida intencionalmente al lugar del impacto.
—¿Y la utilería? —preguntó Lancel.
—Thorne… nos dijo que debíamos aflojar el punto de sujeción de la pieza de yeso antes del número final. No romperlo. Solo aflojarlo. Dijo que era para un efecto dramático. Que caería lentamente para el gran final. Pero se rompió demasiado pronto.
Arthur Bates se desplomó de nuevo en el catre, con las manos sobre la cara.
—Thorne la movió. La movió al punto de impacto. Quería que cayera sobre ella. ¡Dios mío, era un demonio!
Lancel sintió el escalofrío de una certeza macabra. Thorne no había asesinado a Liana Vance por frustración o rabia; lo había hecho con la fría precisión de un director de escena, moviendo a un músico a la posición de su muerte para lograr un "efecto dramático" o, peor aún, para eliminar un obstáculo. Y Lyra Vance, la hermana de la víctima, había regresado para cantar en su réquiem.