La noche siguiente, el ambiente en Stonecroft era particularmente pesado. La niebla había regresado, más espesa y amarillenta que nunca, envolviendo las farolas en halos borrosos y haciendo que el Sound of Art pareciera una isla espectral.
Michael Riley, el carpintero, había jurado que no volvería a trabajar hasta la medianoche. Pero la necesidad de Thorne de cumplir con el plazo de Nochevieja era una fuerza ineludible. El "oro de incentivo" era demasiado tentador, y Thorne había prometido a Riley una bonificación extra solo por supervisar el secado de la pintura en los balcones superiores.
Eran alrededor de las 2:00 a.m. Riley estaba solo en el vasto y silencioso auditorio. Las nuevas lonas de terciopelo carmesí colgaban como sudarios en la platea, cubriendo los asientos aún sin terminar. El silencio era total, salvo por el goteo ocasional de agua en algún lugar lejano.
Riley intentaba convencerse de que el sonido de violín que había escuchado días atrás había sido producto de la fatiga o del brandy barato.
Justo cuando estaba a punto de encender un cigarrillo para calmar sus nervios, lo escuchó de nuevo.
Era la misma melodía: profunda, solitaria, con ese timbre inconfundible de un violín tocado con dolorosa maestría. Venía de arriba, del área del tercer balcón o quizás de la pasarela de iluminación, conocida por los trabajadores como "el cielo".
Riley se quedó petrificado, la sangre drenándose de su rostro. Esta vez, la melodía era más fuerte y más clara, una variación inquietante de la música extraña que Thorne había traído. El sonido se elevaba y caía, llenando el enorme espacio del teatro vacío con una presencia opresiva.
Se dirigió lentamente hacia el escenario, buscando una escalera que lo llevara a las alturas. La lógica lo obligó a descartar fantasmas; alguien tenía que estar tocando. ¿Pero quién? Las puertas estaban cerradas.
Riley tomó una linterna y apuntó hacia arriba, siguiendo el sonido. El haz de luz se perdió en la oscuridad cavernosa del techo, rebotando en los andamios de madera que aún se elevaban peligrosamente.
La música se detuvo abruptamente en una nota alta y discordante, un sonido roto que hizo a Riley jadear.
En ese momento, vio algo.
En la cima de la pasarela de tramoya, un pequeño balcón de servicio que colgaba sobre el proscenio, apareció una figura.
No era un hombre. Era una forma delgada y translúcida, apenas visible contra el fondo oscuro. La figura parecía flotar. Llevaba una vestimenta blanca o pálida que la niebla del exterior, colándose por los respiraderos, hacía parecer brumosa.
Pero lo que hizo a Riley gritar, un sonido gutural que resonó por todo el auditorio, fue lo que sostenía la figura. Sostenía un violín. Y la forma en que lo sostenía, la inclinación de su cabeza, la delgadez del brazo, evocaba la imagen de alguien tocando con intensa pasión.
El rostro de la aparición, aunque borroso, parecía estar contorsionado en una expresión de terror y dolor silencioso.
La visión duró solo un instante. La figura se movió con una velocidad antinatural, deslizándose por la pasarela superior, desvaneciéndose en las sombras del techo.
Riley no se detuvo a pensar. El pánico le inundó. Dejó caer la linterna, que se rompió en el suelo de madera con un tintineo de vidrio. Corrió. Corrió por el pasillo central, tropezando con los escombros y las lonas, buscando desesperadamente la salida más cercana.
Luchó con el cerrojo de la puerta trasera, la misma que había asegurado la noche anterior. Finalmente, la abrió y salió disparado al callejón, gritando.
A cien metros de distancia, el Detective Inspector Lancel caminaba por la Calle de San Judd. Había pasado la noche en Whitechapel interrogando a Bates y estaba de camino de vuelta a la comisaría, pero su intuición le había hecho desviarse por el teatro de Thorne.
La niebla era tan espesa que apenas podía ver su propia mano.
De repente, un grito agudo y prolongado rompió el silencio. Un segundo después, una figura surgió del callejón del Sound of Art, corriendo directamente hacia él.
Era Michael Riley. El carpintero estaba jadeando, con los ojos desorbitados, cubierto de hollín y serrín. Cuando vio la figura más definida de Lancel, intentó apartarse, pero tropezó y cayó al fango a los pies del Inspector.
—¡Es ella! ¡Es ella, Inspector! —gritó Riley, su voz apenas un graznido.
Lancel se agachó y sujetó al hombre, su rostro tenso. —¿Quién es ella, hombre? ¿Qué has visto?
—¡El fantasma! ¡El fantasma de la música! Está en el cielo... ¡tocando! ¡Y su cara, Inspector! ¡Su cara estaba rota!
Riley forcejeó, liberándose del agarre de Lancel, y siguió corriendo por la calle principal sin mirar atrás, sus pasos amortiguados por la niebla.
Lancel no perdió tiempo en perseguirlo. Se giró hacia el callejón, hacia la entrada abierta del Sound of Art. El aire helado que salía del teatro era ahora más que frío; se sentía cargado de una presencia eléctrica.
El Detective Inspector Lancel sacó su revólver de servicio, lo revisó brevemente y luego, sin dudarlo, se adentró en la oscuridad del callejón, directo a la puerta abierta del teatro. La niebla se cerró detrás de él, tragando cualquier sonido.
El Sound of Art no estaba vacío. Había algo dentro, y Lancel estaba a punto de enfrentarse a la verdad, ya fuera un hombre escondido en la tramoya o un espíritu invocado por la música de Thorne. El juego había subido de nivel.