The Phantom Violinist

Capitulo 14

Lancel se deslizó por la puerta trasera abierta del Sound of Art, su revólver firme en la mano. La oscuridad en el interior era casi absoluta, pero el detective se movía con la experiencia de quien está acostumbrado a los lugares más sombríos de Londres. El aire era pesado, frío, y olía a humedad, polvo y, de manera extraña, a laca vieja.

Se movía lentamente por los pasajes oscuros detrás del escenario, sorteando telones enrollados y cajas de utilería. El único sonido era el crujido de la madera bajo sus botas y el latido tenso de su propio corazón.

Llegó al lateral del gran auditorio. Levantó la cabeza y, a pesar de la densa oscuridad, pudo distinguir los contornos irregulares de los andamios que se alzaban hacia el techo.

Entonces, la escuchó.

No fue un susurro, ni un lamento. Fue la misma melodía que había aterrorizado a Riley. Era el violín, puro y dolorosamente bello, que emanaba de las alturas del teatro.

Lancel se detuvo. Había esperado el sonido de unos pasos furtivos, de una trampa, pero no esto. La música no sonaba a una amenaza; sonaba a pena. Era una pieza de una complejidad técnica asombrosa, llena de arpegios ascendentes y trinos veloces, pero interpretada con una emoción tan cruda que parecía una confesión musical.

El detective, un hombre que vivía por la fría lógica, se encontró profundamente conmovido. Era la música de la obsesión de Thorne, la sinfonía de la que Edwin había hablado. Pero en manos de este músico invisible, se había transformado en algo que trascendía el arte: era la voz de un alma.

Lancel bajó el arma lentamente. El sonido era hipnótico, y el Detective Inspector no pudo evitarlo. Se enamoró de la melodía en el acto, una fascinación que anuló su deber policial.

Siguió el sonido hasta el centro de la platea, el corazón del auditorio. Allí, el violín era más fuerte, resonando directamente en la caja torácica de Lancel.

Levantó la cabeza. La luz de la luna, filtrándose a través de un hueco en el techo y la niebla, creaba una columna de luz plateada sobre la pasarela más alta, el lugar que Riley había llamado "el cielo".

Y allí, en la columna de luz, estaba la figura.

No era brumosa ni translúcida ahora. La luz delineaba una joven vestida con un traje de concierto de la época, de un blanco roto. Estaba de espaldas a Lancel, con el cabello castaño recogido descuidadamente. Su figura era delgada y elegante. El violín, que sostenía con una gracia perfecta, parecía emanar su propia luz.

Ella tocaba con una intensidad absoluta, su espalda arqueada por la pasión.

Lancel dio un paso adelante, sintiendo que estaba presenciando un ensayo secreto, un milagro. Era la música que Lyra Vance había dicho que era la "música de su hermana".

La figura giró ligeramente la cabeza, y fue entonces cuando Lancel vio su perfil. No era la gran diva, Lyra, que había estado en París. Era la otra.

Liana Vance.

Su rostro era joven, de una belleza delicada, pero no estaba contorsionado por el dolor, como había dicho Riley. Estaba consumido por una tristeza infinita. Y en ese instante, en que sus ojos se encontraron con la oscuridad donde estaba Lancel, el violín alcanzó su nota más alta, un grito de violenta desesperación.

El sonido se rompió.

La música se detuvo.

Liana no hizo ningún movimiento brusco, ni se desvaneció. Simplemente bajó el arco y se quedó inmóvil, mirando el vacío donde Lancel se ocultaba. Su expresión no era la de un fantasma aterrorizando a un mortal, sino la de una persona sorprendida en un momento íntimo de dolor.

Lancel, paralizado por la visión, solo pudo susurrar:

—Liana …

La figura entonces dio un paso atrás, aún sin hacer ruido, y se fundió completamente con la oscuridad de la tramoya, la luz de la luna incapaz de seguirla. En menos de un segundo, la pasarela quedó vacía.

El silencio que llenó el teatro fue más impactante que cualquier sonido. Lancel se quedó allí, en la platea. Podía sentir el frío en el aire, pero sabía que acababa de presenciar algo imposible. No era una alucinación; el recuerdo de la melodía y la claridad del rostro eran demasiado reales.

El Detective Inspector, el hombre de la lógica y la ley, había encontrado la prueba más elusiva: el fantasma de la víctima. Y el fantasma le había tocado una melodía que confirmaba la historia de Bates: la música de Liana, obligada a sonar en el teatro de su asesino.

Lancel guardó su revólver. Entendió el miedo de Riley, pero su propia reacción era diferente. Su fascinación por la melodía se mezcló con la certeza de que Thorne no solo había matado a Liana, sino que estaba usando su dolor para su propia obra. Y la gran Diva, Lyra, estaba a punto de cantar la parte de su hermana.

Se dirigió a la base de la tramoya, buscando escaleras, puertas, cualquier cosa que explicara cómo una persona podía aparecer y desaparecer de "el cielo" tan rápido.




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