The Phantom Violinist

Capitulo 20

El Detective Inspector Lancel ignoró la inminente llegada de la espiritualista Madam Zenobia. Su deber era encontrar pruebas físicas. Tras el ensayo fallido, Lancel se quedó en el Sound of Art, concentrándose en el único hecho irrefutable: el Maestro de las Cuerdas había accedido a la pasarela superior, robado el violín de Liana Vance del escenario y desaparecido, todo ello bajo una oscuridad controlada.

Thorne tenía razón en algo: el Maestro de las Cuerdas tenía que tener un punto de entrada o salida.

Lancel tomó una linterna potente y regresó al auditorio. La música, aunque ausente, parecía resonar en el aire. La primera área a investigar era el "cielo", la pasarela donde había visto a la figura de Liana y donde Riley había visto a su fantasma.

Subir a la tramoya era un trabajo peligroso, incluso con la luz. Lancel ascendió por una escalera de servicio estrecha y polvorienta, llegando finalmente al balcón de servicio que colgaba directamente sobre el proscenio.

El lugar estaba lleno de cuerdas, poleas y focos de gas obsoletos. Era aquí donde los maquinistas, como Perkins, habrían manipulado la utilería. Lancel examinó la barandilla donde la figura de Liana se había aferrado. No había huellas dactilares obvias, solo polvo.

Lancel revisó cada centímetro de las paredes, buscando una puerta oculta o un panel corredizo. La tramoya estaba construida con gruesas vigas de roble, antiguas y sólidas.

Se dirigió al punto exacto desde donde el violín había sonado con más fuerza. Allí, en el suelo de madera de la pasarela, notó una serie de rasguños leves pero recientes en el barniz viejo. Eran marcas largas y finas, como si un objeto afilado y pesado hubiera sido arrastrado.

Lancel se arrodilló, pasando su mano enguantada por la madera. Los rasguños no parecían hechos por herramientas; parecían hechos por metal frotando repetidamente. Y el patrón se dirigía hacia la pared exterior del teatro.

Siguiendo el rastro de rasguños, Lancel llegó a la pared de ladrillo. Allí, camuflada entre un viejo conducto de ventilación enmohecido y el polvo de los años, encontró una pequeña abertura de hierro. No era una ventana, sino una placa de metal asegurada con gruesos tornillos.

El metal de la placa era gris oscuro, pero Lancel notó un patrón de rayones alrededor de los tornillos, indicando que habían sido removidos y repuestos recientemente.

Lancel sacó su navaja de detective, una herramienta versátil. Los tornillos eran demasiado grandes para el destornillador de la navaja, pero notó algo más. La placa no era una simple tapa; tenía una bisagra gruesa en un lado, lo que la convertía en una puerta diminuta, de acceso para mantenimiento.

Sacó un pequeño espejo de su bolsillo y lo deslizó por el borde de la placa. Lo que vio no fue oscuridad o ladrillo, sino un espacio hueco.

—Una ruta de escape —murmuró Lancel.

Forzó el borde de la placa con la punta de su navaja. El metal cedió un poco, y Lancel sintió una ráfaga de aire frío que olía a río y a humedad profunda, no a aire de calle.

Con el esfuerzo, Lancel logró desatornillar con sus herramientas la placa exterior, revelando una abertura de unos cincuenta centímetros de ancho. Era un túnel de ladrillo, estrecho y negro. En su interior, no había telarañas ni suciedad antigua, sino pisadas de barro reciente y un olor a laca de violín y aceite de máquina.

El Maestro de las Cuerdas no solo usaba este túnel, sino que lo mantenía limpio para su uso constante.

Lancel apuntó su linterna hacia el interior. El túnel descendía abruptamente en un ángulo de cuarenta y cinco grados, lo que explicaría por qué el Maestro podía moverse tan rápido. La luz del detective se perdió en la oscuridad a unos veinte metros.

El túnel no llevaba a la calle. Lancel se dio cuenta con una punzada de escalofrío. Llevaba a las cloacas o a las antiguas galerías subterráneas que se extendían bajo Stonecroft, probablemente conectadas a los muelles o al río Támesis.

Mientras Lancel se preparaba para ingresar a la oscuridad, su linterna iluminó un detalle final en el umbral de la abertura. Grabado burdamente en la madera de una viga de soporte, había un símbolo. No era la lira con la serpiente de la partitura, sino una M con tres líneas curvas debajo, vagamente similar a un tridente.

—El Maestro de las Cuerdas —suspiró Lancel.

El Detective Inspector Lancel se encontró en la encrucijada más extraña de su carrera: su camino para resolver un asesinato pasaba ahora por un túnel secreto y sucio, el escondite del hombre que le había tocado la música más bella que jamás había escuchado.

Lancel tenía que elegir: esperar a la trampa psíquica de Lyra y Thorne, o entrar en el túnel del Maestro de las Cuerdas para recuperar el violín de Liana y desenmascarar al coaccionador.

La curiosidad y la necesidad de entender la melodía que lo había conmovido ganaron. Con un último vistazo al auditorio silencioso, Lancel guardó su navaja, encendió su linterna y se deslizó en el túnel, adentrándose en el húmedo corazón subterráneo de Stonecroft.




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