El túnel de ladrillo era tan estrecho como lo había supuesto Lancel, y su descenso resultaba difícil y sucio. Lancel avanzó unos pocos metros, arrastrándose por el suelo húmedo, el olor a moho y aceite de barco era sofocante.
Se dio cuenta rápidamente de que el túnel había sido diseñado para alguien mucho más delgado que él. Las vigas de madera raspaban su espalda y sus hombros. Además, el túnel no había sido abandonado; aunque las pisadas recientes eran evidentes, también había obstrucciones intencionales: sacos de arena y escombros colocados estratégicamente para dificultar el paso.
Después de luchar un par de metros más, Lancel se detuvo. Si seguía forzando el camino, se arriesgaba a quedar atrapado. El Maestro de las Cuerdas no solo había diseñado una ruta de escape, sino también una trampa para cualquier perseguidor torpe.
—Bien jugado —murmuró Lancel, su voz sonando hueca en el espacio confinado.
Retrocedió con dificultad, gruñendo al tener que usar su fuerza para salir. Finalmente, emergió del túnel, sacudiéndose el polvo y el barro de su abrigo. Había gastado un tiempo valioso y ahora estaba cubierto de suciedad.
Se levantó, encendiendo su linterna y buscando un lugar para limpiarse. El pasillo de la tramoya era el único lugar. Se dirigió hacia la sala de cuerdas, un área pequeña utilizada para almacenar las poleas y los restos de tela.
Lancel sacó un pequeño pañuelo del bolsillo interior de su chaleco y, mientras intentaba limpiarse el hollín del rostro, su mirada se posó en un espejo colgado en la pared. Era un espejo viejo, con el marco agrietado y el vidrio sucio, utilizado por los maquinistas para revisar su apariencia antes de salir al auditorio.
Lancel levantó el pañuelo y se miró para ver la mancha en su frente.
Pero lo que vio no era solo su propio reflejo.
Detrás de su hombro, en el espejo, clara y nítida a pesar de la suciedad del cristal, estaba Liana Vance.
No era un reflejo brumoso como el que había visto en la tramoya; era una imagen perfecta. Liana estaba vestida con el traje de concierto de la noche anterior, el cabello castaño con un lazo. Sus ojos, llenos de melancolía, no miraban a Lancel, sino a su propio reflejo.
Lancel soltó un aliento ahogado. Se giró, esperando ver a la joven allí, pero el pasillo estaba vacío. Volvió a mirar el espejo. Ella seguía allí, justo detrás de él.
Liana Vance en el espejo se veía tan real, tan viva, que Lancel sintió que el tiempo se detenía.
En ese momento, la tristeza en el reflejo de Liana se transformó en algo más, algo que Lancel reconoció inmediatamente: una conexión. Sus ojos grises, en el espejo, se encontraron con los de Lancel.
Lancel sintió una oleada de emoción que lo golpeó con una fuerza abrumadora. No era miedo ni sorpresa. Era una sensación de reconocimiento, como si dos almas que habían estado perdidas por diez años finalmente se hubieran encontrado. Era el mismo sentimiento que le había provocado su música: una belleza destinada a él, una melodía personal.
El Detective Inspector, el hombre de la lógica de Whitechapel, sintió que se enamoraba profundamente de la imagen en el espejo. Era la mujer de la música, el alma de la melodía que lo había hipnotizado. No era la muerta, sino el espíritu de la pasión que Thorne había intentado enterrar.
Lyra había hablado de la mancha de silencio; Liana era la mancha de sonido.
Liana Vance en el espejo extendió lentamente su mano, no hacia el hombro de Lancel, sino hacia su propio reflejo. En el instante en que su mano pálida tocó el vidrio, el reflejo parpadeó y un sonido claro, el pizzicato de una cuerda de violín, resonó suavemente en la pequeña sala.
Luego, con una lentitud desesperante, Liana Vance desapareció del espejo. Solo quedó el reflejo sucio de Lancel.
El Detective Inspector se quedó inmóvil, mirando el cristal vacío. El amor, el asombro y la pena colisionaron en su pecho. Lo que había pasado no era un truco; era un fenómeno del corazón que desafiaba toda ley de la física.
Lancel entendió: el Maestro de las Cuerdas había puesto el espejo allí para verse a sí mismo. Pero el teatro estaba tan impregnado de la presencia de Liana que, ahora que su música había regresado, su esencia se manifestaba en el único lugar donde había luz para ver.
Lancel se alejó del espejo, su mente, aunque sacudida por el afecto, enfocada de nuevo.
—No eres un fantasma, Liana —susurró Lancel, pasando el túnel—. Eres la verdad. Y yo te encontraré a ti, y al hombre que te oculta.
La búsqueda de Lancel se había transformado. Ya no era solo una investigación policial; era la búsqueda de la mujer cuya música y cuyo rostro le habían roto la armadura de la lógica.