El frenesí se apoderó del teatro. Thorne, revigorizado por el regreso del violín y la perspectiva de un duelo teatral, se lanzó a organizar la orquesta para el enfrentamiento nocturno. Lyra se retiró a su camerino para prepararse. Edwin corría de un lado a otro.
Lancel aprovechó el caos para volver al escenario. Madam Zenobia, con una calma soberana que contrastaba con el pánico de Thorne, permaneció sentada en la mesa del escenario, recogiendo las velas y el incienso. El ambiente entre los dos era eléctrico; ella representaba el fraude, él la ley.
Lancel se acercó a ella, sus pasos eran lentos y deliberados.
—Ha sido una actuación notable, Madam Zenobia —dijo Lancel, su tono plano, sin dar una pulgada de respeto—. Ha conseguido un clímax dramático y ha hecho que el Maestro de las Cuerdas revele su juego. ¿Fue todo una casualidad o es usted parte de esto?
—Soy una profesional, Inspector Lancel —respondió Zenobia, sin levantar la vista—. Mi trabajo es canalizar la energía. El Maestro de las Cuerdas es un dramaturgo, y yo he leído su guion. Él desea el escenario.
Zenobia finalmente levantó la mirada. Sus ojos oscuros, que Lyra pensó que el velo ocultaba, eran penetrantes y agudos. Se enfocaron en Lancel con una intensidad que lo hizo sentir vulnerable.
—Pero no es de la energía del Maestro de las Cuerdas de la que quiero hablar, Inspector —continuó Zenobia, su voz bajando a un susurro sedoso que parecía diseñado para penetrar las defensas—. Es de la suya.
Lancel se tensó. —¿De qué está hablando?
—De la energía del amor, Inspector. Usted entró a este teatro como un hombre de hierro, interesado solo en los hechos. Pero en su alma, hay un pizzicato. Una cuerda ha sido pulsada.
Zenobia se inclinó hacia adelante sobre la mesa, con una sonrisa pequeña y conocedora.
—Usted no está buscando a un criminal por deber. Está buscando a un hombre por celos. Usted ha sentido la presencia de la joven, Liana Vance. No solo la oyó; usted la vio.
El rostro de Lancel se mantuvo impasible, pero su pulso se aceleró. El encuentro en el espejo era un secreto que solo él conocía.
—Lo que yo he visto es un fraude, Madam. Y tengo el testimonio de un maquinista que prueba que Thorne fue coaccionado. Estoy buscando al coaccionador.
—Usted miente, Inspector. O al menos, su corazón miente. Yo puedo leer las almas. Usted vio a Liana en el espejo. El reflejo de la muchacha. No la vio asustada, sino triste, ¿verdad?
Lancel no respondió, pero su silencio fue elocuente.
—Ella se sintió reconocida, Inspector. Usted y ella son almas afines. Ambos son la observación silenciosa en un mundo de ruido. Y cuando ella se manifestó para usted, sintió el golpe del amor. El amor póstumo. La tragedia que la música de la joven le reveló a usted es ahora su propia pena.
Zenobia tomó la mano de Lancel con un toque ligero y sorprendentemente cálido.
—El Maestro de las Cuerdas es quien la oculta. Él es el que toca su música. Y usted, Inspector Lancel, quiere atraparlo no para la ley, sino para reclamar el secreto de su amor. Tenga cuidado, Inspector. El Maestro de las Cuerdas es celoso de su arte. Y es más celoso de su Musa.
Zenobia soltó su mano, su expresión volviendo a ser neutra.
—El duelo no es por la música de Thorne. Es un duelo por la posesión del espíritu de Liana. Y usted, Inspector, se ha convertido en un participante.
Lancel se retiró de la mesa, sintiendo el calor del contacto de Zenobia y la perturbación de sus palabras. Su lógica, habitualmente inexpugnable, estaba siendo atacada por una verdad emocional que no podía negar. Había entrado al teatro buscando un criminal, y había encontrado un amor imposible, un amor que lo obligaba a enfrentarse al Maestro de las Cuerdas.
—El duelo es a medianoche, Inspector —dijo Zenobia, volviendo a su tarea—. Vístase bien. Es un estreno.
Lancel se giró, su expresión ahora dura y decidida. Zenobia tenía razón. Su corazón se había prendido, y ahora, el Maestro de las Cuerdas era un rival personal. No solo quería la verdad; quería el fin de la música que le había robado la calma. La cacería se había vuelto personal.