El Maestro de las Cuerdas había desaparecido en el túnel, dejando un rastro de terror y una revelación macabra. Lyra Vance se apresuró hacia Thorne, que estaba aún arrodillado en el auditorio.
—¡Alistair! ¡El cuerpo de mi hermana! ¿De qué está hablando ese demente? ¿Sabías algo de un cementerio o de una cripta?
Thorne se levantó, su miedo transformándose en un pánico calculador.
—¡No, Lyra! ¡Lo juro por todo el oro del mundo! Yo solo sabía que él quería que la utilería cayera. Nunca supe que él... que él estaba guardando su cuerpo. ¡Es la locura, Lyra! ¡La locura por la música!
Lancel, retirándose del túnel, guardó su revólver.
—Director Thorne, el Maestro de las Cuerdas es real. Y no es un fantasma. La clave de su identidad no está en la música, sino en quién sabía sobre su coacción de hace diez años. ¿Quién, además de usted y los maquinistas, conocía las amenazas del Maestro de las Cuerdas?
Thorne se limpió el sudor de la frente con un pañuelo de seda.
—Nadie, Inspector. Lo mantuve en secreto. Solo yo... y... y Edwin.
Thorne miró a su asistente, que se había quedado inmóvil junto a la orquesta, su rostro pálido como la cera.
—Edwin, él manejaba la correspondencia. Él vio las notas anónimas en mi oficina. ¡Él me aconsejó que cediera!
Lancel ignoró a Thorne y se dirigió a Edwin, acercándose a él con una velocidad intimidante.
—Edwin. Usted vio las notas. ¿El Maestro de las Cuerdas se identificó en alguna de ellas? ¿Alguna vez habló de conservar el cuerpo de Liana Vance?
—No... no, Señor Inspector. Las notas eran solo amenazas contra el señor Thorne. Firmadas con ese símbolo... la M con tres líneas.
—¿Y dónde están esas notas ahora?
—Las quemé. Por orden del señor Thorne, para no dejar rastro.
Lancel suspiró, frustrado. El rastro físico se desvanecía en la hoguera.
Lyra, que había estado observando a Edwin con una intensa desconfianza, intervino.
—Alistair, tu memoria es selectiva. Tú dijiste que el Maestro de las Cuerdas te amenazó con arruinar tu vida si la utilería no caía. Pero te fuiste a América y regresaste. El Maestro de las Cuerdas te dejó vivir. ¿Por qué?
Thorne pensó por un momento, sus ojos vidriosos.
—Había... había una condición final, Lyra. Una vez que acepté encubrir el accidente, él me envió una última nota. Decía que él tomaría su lugar en mi ópera. Que él sería el único que entendería la música que yo estaba escribiendo.
—¿Tomar su lugar? ¿Cómo?
—¡Él me exigió que le enviara copias de cada acto de El Orfebre de Sombras a una dirección específica, en Londres, en cuanto estuvieran terminadas! ¡Durante estos diez años!
Lyra y Lancel se miraron. La locura del Maestro de las Cuerdas era metódica.
Lancel se dirigió a Thorne. —¿Y qué dirección era esa? ¡La dirección de la persona que ha estado planeando esto durante diez años!
—Era... una antigua dirección. Una pensión olvidada cerca de Holborn. Lo recuerdo porque me pareció extraña. El Número 13, Calle de la Rueda, en St. Giles.
—St. Giles —murmuró Lancel—. Cerca de donde encontré a los maquinistas.
Lancel se giró, su plan ya formado. La pista del túnel había sido una distracción. La verdadera pista era el destino de la partitura.
—Thorne, Lyra, quédense aquí. Edwin, usted viene conmigo. Necesito un testigo. Vamos a la Calle de la Rueda.
Lyra tomó la mano de Lancel, su expresión era de súplica. —Tráelo de vuelta, Inspector. Tráelo de vuelta por Liana.
—Lo haré, Lyra. Y recuperaré la verdad.
Lancel se dirigió rápidamente hacia la salida, seguido por un tembloroso Edwin. El Detective Inspector no podía dejar de lado las palabras de Zenobia: su amor por Liana. El Maestro de las Cuerdas lo había desafiado a buscarla. Y ahora, Lancel iría directamente a la puerta del demente.
Mientras Lancel y Edwin salían del teatro hacia la bruma de la noche, Lyra se dirigió al atril vacío donde había estado el violín. Miró hacia las alturas, hacia el lugar donde el Maestro había tocado su música.
—Maestro de las Cuerdas —susurró Lyra—. Te vas a enfrentar a un hombre que ama la música de mi hermana tanto como tú. Y él no te perdonará que la hayas usado para tu locura.