El sonido del violín inundó el Sound of Art, un crescendo de locura y belleza. El Maestro de las Cuerdas tocaba con una intensidad sobrenatural, fusionando el virtuosismo técnico con una emoción tan cruda que Lyra y Thorne, escondidos con Madam Zenobia, apenas podían respirar.
El solo era una música que parecía arrancar la vida del aire. Los cultistas en túnicas negras se balanceaban rítmicamente. La luz del amanecer, ahora más brillante, creaba un halo dorado alrededor del Maestro de las Cuerdas, iluminando su rostro pálido y sudoroso.
La melodía, que el Maestro había guardado durante diez años, alcanzó una serie de notas rápidas y ascendentes, un glissando vertiginoso que parecía una escalera sonora.
De repente, el violín se detuvo en una nota sostenida. El Maestro de las Cuerdas dejó de tocar y sostuvo el arco en alto, mirando fijamente la estructura de madera y hueso en el escenario.
El silencio fue abrumador, más denso que la propia música.
Entonces, la estructura en el centro del escenario, el marco de madera y los huesos atados, comenzó a vibrar. No fue un temblor violento, sino un sutil pulso, como el de un corazón que retoma su ritmo. El velo morado que cubría la estructura se deslizó lentamente, revelando la forma completa.
Lyra ahogó un grito, y Thorne apretó los dientes.
La luz del sol naciente, filtrándose a través de las claraboyas, cayó directamente sobre el marco.
Y sucedió.
Ante los ojos horrorizados de Lyra y Thorne, y los ojos vigilantes de Madam Zenobia, el espacio alrededor de la estructura comenzó a distorsionarse. Como si un artista invisible estuviera pintando sobre el aire, una forma comenzó a materializarse.
Primero fueron los contornos, una neblina pálida y brillante que se pegaba al marco de hueso. Luego, la niebla se condensó, tomando la forma exacta de un cuerpo. La piel se hizo visible, la ropa de concierto blanca se materializó, y el cabello castaño cayó sobre los hombros.
El Maestro de las Cuerdas dejó caer el arco, que resonó levemente en la madera del escenario. Con un amor delirante, extendió los brazos.
—¡Liana! ¡Mi Musa! ¡La partitura es perfecta!
En el centro del escenario, Liana Vance estaba de pie. Parecía exactamente como el día que murió, joven, bella y vestida para tocar. Sus ojos se abrieron lentamente. No eran los ojos tristes del reflejo, ni los ojos aterrorizados del fantasma. Eran ojos vivos, llenos de asombro y una paz extraña.
Lyra se llevó la mano a la boca, sus ojos llenos de lágrimas. —¡Liana! ¡Es ella!
Thorne se desplomó de rodillas en el pequeño cuarto de utilería, incapaz de apartar la mirada.
—¡La magia! ¡Existe la magia más allá del arte! —murmuró Thorne, su racionalidad hecha añicos.
Madam Zenobia observaba la escena con una calma profesional, su rostro oculto en la sombra.
—La música es el lenguaje más antiguo de la invocación —susurró la espiritualista—. El arte de la locura puede abrir puertas que la ley no conoce.
Liana miró al Maestro de las Cuerdas, una sonrisa lenta y tierna iluminó su rostro. El Maestro se lanzó hacia ella para abrazarla, su objetivo de diez años finalmente cumplido.
Pero en el momento en que sus brazos rodearon su cuerpo, el abrazo no se completó.
Liana Vance, la Liana resucitada, giró la cabeza más allá del Maestro de las Cuerdas. Sus ojos se fijaron en la oscuridad del palco, justo donde sabía que estaba Lancel.
Su rostro se iluminó con la misma expresión de reconocimiento y amor que Lancel había visto en el espejo.
—Lancel —susurró Liana, su voz ahora física, pero suave, una nota de violín en el aire.
El Maestro de las Cuerdas se detuvo, su rostro se contrajo de dolor y celos al darse cuenta de que, incluso resucitada, Liana no era para él. Ella ya amaba a otro.
—¡No! ¡Tú eres mía! ¡Yo te traje de vuelta! —gritó el Maestro, agarrando su rostro.
Liana lo apartó suavemente, sus ojos fijos en el palco de Lancel.
—Tu música me trajo, pero mi amor me liberó —dijo Liana, su voz resonando con una autoridad que era más fuerte que cualquier violín.
Justo en ese momento, se escuchó un fuerte estruendo en la puerta principal del teatro, seguido por gritos de advertencia.
El Detective Inspector Lancel, al no poder entrar por el túnel, había forzado la entrada principal y venía corriendo por el auditorio.
—¡Policía! ¡Nadie se mueva! —gritó Lancel, su voz autoritaria resonando.
El Maestro de las Cuerdas se giró, viendo a su rival llegar. La locura regresó a sus ojos. Había logrado el ritual, pero había perdido el amor.
Con un último grito de rabia y desesperación, el Maestro de las Cuerdas agarró el violín de Liana Vance y se dirigió hacia la pasarela lateral, buscando de nuevo el túnel.
La estructura de madera y huesos en el escenario, y la figura resucitada de Liana Vance, quedaron abandonadas a la luz del amanecer, esperando el encuentro con el hombre que realmente la amaba.