El grito de Lancel resonó en el auditorio vacío, pero se apagó en su garganta al ver la escena. Su revólver se bajó, no por miedo al Maestro, sino por la imposibilidad de disparar al milagro que tenía delante.
Allí estaba Liana Vance. De pie, viva, con el rostro iluminado por la luz del amanecer. Ella era el reflejo que lo había visitado, la música que había poseído su alma, ahora carne.
El Maestro de las Cuerdas, al darse cuenta de que Finch lo había superado en el amor de Liana, soltó un aullido de rabia animal.
—¡Me la robaste! ¡Inspector de la Ley, no entiendes el arte! ¡Este es mi triunfo! —gritó el Maestro.
Agarró el violín y, con un último vistazo de resentimiento a Liana, se lanzó hacia la puerta lateral, desapareciendo por la entrada del túnel con la misma agilidad fantasmal.
Lancel no lo persiguió. La ley y la caza se habían vuelto irrelevantes. Lo único que importaba era la figura en el escenario. Los cinco cultistas, dóciles y pasivos, se quedaron inmóviles, como si la energía del ritual se hubiera agotado con la fuga de su líder.
Lancel comenzó a caminar hacia el escenario, sus pasos resonando en la madera. Sus ojos estaban fijos en Liana.
Liana Vance dio un paso, bajando del marco de huesos y madera. El movimiento era fluido, normal, no el arrastrar de un espectro.
—Lancel —dijo Liana, y la suave musicalidad de su voz hizo que el Detective Inspector se detuviera.
Lyra Vance y Alistair Thorne, seguidos por Madam Zenobia, salieron del cuarto de utilería. Lyra, ignorando completamente el peligro y la policía, corrió hacia el escenario con un grito sofocado.
—¡Liana! ¡Hermana mía!
Lyra se lanzó a abrazarla. El abrazo no fue a través de la niebla. Fue un contacto firme y real. Lyra sintió la seda del vestido, el calor del cuerpo. La magia había obrado completamente. La resurrección era un hecho físico.
Thorne se quedó al pie del escenario, temblando, incapaz de subir. La confesión de que existía una fuerza más poderosa que su propia ambición teatral lo había destrozado.
Mientras Lyra lloraba y reía abrazada a su hermana, Finch subió al escenario. Se acercó a Liana lentamente. El amor que Zenobia había detectado era ahora una certeza aplastante.
Liana soltó a Lyra y se giró hacia Lancel, sus ojos grises llenos de la misma ternura que él había visto en el espejo.
Lancel dudó, el último bastión de su lógica pidiendo precaución. ¿Era un truco? ¿Un engaño de la luz?
Liana sonrió. Levantó la mano, la misma mano pálida que había tocado el cristal. Lancel extendió la suya.
En el momento en que sus dedos se tocaron, la realidad de Lancel se redefinió. El contacto era cálido, suave y definitivo. Era Liana. El amor que sentía por la mujer de la música era correspondido y real.
—Te encontré —susurró Lancel, su voz apenas un rasguño.
—Sabía que vendrías por mí —respondió Liana—. Tu corazón no miente.
Detrás de ellos, Madam Zenobia, con su capa y sus velos, se acercó silenciosamente al escenario.
—¡Alistair! —gritó Zenobia, interrumpiendo el momento—. ¡Míralos! ¡El arte no te salvó, y tu escepticismo no te salvará! Has sido testigo de un milagro, un milagro nacido de la locura y la devoción. El más allá ha cedido.
Zenobia se dirigió a Lancel, que no soltaba la mano de Liana.
—Inspector. La ley de Londres no tiene jurisdicción sobre esto. El Maestro de las Cuerdas ha huido, pero se ha llevado la clave de la resurrección: el violín. Él cree que si tú la posees, ella se desvanecerá. La música que la trajo de vuelta también puede llevársela.
Thorne, finalmente, se arrastró hasta el borde del escenario, su rostro lleno de una epifanía aterrorizada.
—¡El violín! ¡El Maestro regresará por ella! ¡Él la quiere de vuelta para sí mismo!
—No regresará por ella, Director Thorne —corrigió Zenobia con una voz escalofriante—. Regresará para destruirla, porque si él no puede poseer su amor, nadie puede.
Liana se aferró a la mano de Lancel, mirando hacia la oscuridad del túnel.
—El solo final fue el hechizo, Lancel. Pero él no permitirá que mi amor sea para otro. Él no se detendrá.
Lancel miró a la mujer que amaba, ahora físicamente a su lado. La investigación había pasado de la ley a la leyenda.
—No se detendrá, pero yo tampoco —dijo Lancel, su determinación regresando—. Maestro de las Cuerdas. Has tocado tu última melodía. Ahora, la caza comienza por mi cuenta.
El Detective Inspector, el hombre de la lógica, se encontró ahora en una carrera contra el tiempo y la magia, buscando a un loco celoso cuyo arma más peligrosa era un violín y cuya musa era la mujer a la que acababa de tocar por primera vez.