La declaración de Lancel resonó con la fuerza de un juramento sagrado, eclipsando el eco de los cultistas pasivos y el llanto ahogado de Lyra. El Detective Inspector, que horas antes solo creía en hechos, leyes y la frialdad de la lógica, ahora se veía envuelto en una epopeya de amor y hechicería.
Liana lo miró, y en sus ojos grises, profundos como un lago al amanecer, Lancel vio la inmensidad del peligro que ambos enfrentaban. Vio el amor, sí, pero también la sombra de la música que la había reclamado.
—No tienes idea de lo que has desafiado por mí, Lancel —susurró Liana, su voz una melodía suave, un adagio que le calmó el alma—. La ley de Londres puede llamarlo locura, pero esto es más antiguo. Es la esencia de la obsesión.
Lancel se acercó más, acortando la distancia que aún existía entre ellos a pesar del contacto de sus manos. Su otra mano se levantó y con una lentitud reverente, acarició la mejilla pálida de Liana. El toque fue una confirmación de la realidad que había anhelado en sus sueños.
—No me importa el nombre —replicó él, su voz ronca de emoción—. Mi única ley es protegerte.
La escena se congeló para todos los demás. Lyra secó sus lágrimas, Alistair Thorne observaba con un terror mudo, y Zenobia sonrió con la oscura satisfacción de quien presencia una verdad universal. El Inspector Lancel, el pilar de la rectitud, estaba a punto de caer de rodillas por una musa que había muerto y regresado por amor.
Liana se inclinó ligeramente, un movimiento que borró la última distancia física. Su aliento, dulce y cálido, rozó los labios de Lancel.
—Tienes mi amor, Lancel —dijo Liana—. Lo he tenido desde que tocaste mi reflejo en el cristal, desde que sentiste mi música en tu corazón.
Y entonces, sin más preámbulos, Liana lo besó.
El beso no fue desesperado ni apresurado, sino una promesa solemne, un pacto entre dos almas que el destino había unido más allá de la muerte. Fue un contacto suave pero electrizante, el sabor de la magia y la esperanza. En ese momento, Lancel supo que el amor de Liana valía cada riesgo, cada desafío a su lógica, cada día de soledad que había soportado. Era la respuesta a todas las preguntas que la vida le había negado.
Se separaron, y los ojos de Lancel estaban brillantes, llenos de una vida que no había conocido antes. Quiso alargar la mano y abrazarla por completo, no solo como una posesión, sino como una ancla a la nueva realidad.
Pero Liana se retiró, sus ojos grises se llenaron de una determinación dolorosa.
—Y por ese mismo amor... ahora tengo que irme —declaró ella, y la melodía en su voz se rompió.
Lancel sintió un escalofrío de pánico que no tenía nada que ver con los fantasmas.
—¿Irte? ¿De qué estás hablando? ¡No! Te he encontrado, estás aquí... —tartamudeó Lancel, su mundo tambaleándose de nuevo.
Liana le tomó las manos con firmeza, y su toque se sintió de repente urgente y fugaz.
—El Maestro de las Cuerdas nos cazará. Y en esta ciudad, la ley es demasiado lenta para detener a un loco con la llave de mi existencia —explicó Liana, su mirada fija en la oscuridad del túnel—. Él vendrá por mí. Y si estoy aquí, Lancel, el Inspector Lancel se interpondrá. Tu determinación es tu fuerza y tu mayor debilidad. Él te matará para reclamarme.
—¡Lo enfrentaremos juntos! —insistió Lancel, su mano apretando la de ella.
—No es el momento, mi amor. La resurrección es un milagro, pero es frágil. Mientras él tenga el violín, mi cuerpo es una cuerda tensada. Necesitas encontrarlo, no para mí, sino por ti. Necesitas romper el hechizo, y el hechizo es el instrumento.
Liana dio un paso atrás, apartando sus manos. El contacto se rompió, y el aire entre ellos se sintió frío de repente.
—Necesito que mi regreso sea definitivo. Cuando regrese, Lancel, será para siempre. Y nadie, ni un loco, ni un ritual, ni la misma muerte, podrá separarnos de nuevo.
Lancel intentó avanzar, pero Lyra instintivamente se interpuso en el camino, con el rostro pálido y los ojos llenos de comprensión de la magnitud del sacrificio de su hermana.
—¡Liana, espera! —gritó Lancel.
Liana negó con la cabeza, una lágrima solitaria recorriendo su mejilla. Levantó la mano, enviándole un último, desesperado y amoroso adiós.
—Cuando la música sea solo tuya, te encontraré. Vive, mi Detective Inspector. Vive y sé mi ancla.
Antes de que Lancel pudiera pronunciar otra palabra, antes de que Lyra pudiera tocarla, el aura alrededor de Liana Vance parpadeó. No se desvaneció como un fantasma, sino que se esfumó como una bocanada de humo arrastrada por una brisa invisible. En un instante, el escenario estuvo vacío, y la evidencia del milagro se redujo a la mano extendida y temblorosa del Detective Inspector Lancel.
Lancel se quedó allí, con el sabor de su beso aún en los labios y la certeza de su amor en el alma, pero sin la mujer a la que acababa de encontrar. Había perdido a Liana por segunda vez.
Zenobia se acercó lentamente, su voz baja y severa.
—Ahí lo tienes, Inspector. Una prueba de amor y el precio de la supervivencia. Ahora ya no es una cacería para la ley, sino para tu corazón.
Lancel bajó del escenario, sus pasos firmes a pesar del temblor en su pecho. Miró a los cultistas inmóviles, luego a Thorne, y finalmente al túnel oscuro.
La ley podía ser irrelevante, pero su objetivo era claro. Debía encontrar el violín y a su loco dueño. Y lo haría. Esta vez, la caza era personal, silenciosa y letal.