The Phantom Violinist

Capitulo 34

El Maestro de las Cuerdas, cuyo nombre legal era Archibald Thorne (primo de Alistair, aunque ambos se despreciaban), no corría. Flotaba. Se movía por los túneles subterráneos del Sound of Art con una velocidad que desmentía su aparente fragilidad. El violín, envuelto en una bolsa de terciopelo desgarrada, estaba sujeto firmemente contra su pecho, como si fuera un corazón extraído.

El túnel, estrecho y hediondo, desembocaba en las alcantarillas de Stonecroft, un laberinto gótico bajo la ciudad. Mientras las botas de Lancel resonaban sobre la madera del escenario, Archibald se deslizaba sobre el fango, el sonido de su respiración agitada el único eco de su rabia.

—¡Mía! ¡Ella es mía! —siseó el Maestro al violín, su voz un susurro maníaco.

Había fracasado. El Inspector, un hombre de números y acero, había vencido al arte. Había ganado el corazón de Liana en el momento cumbre del ritual.

Archibald se detuvo en un nicho oscuro, encendiendo un pequeño farol de aceite que llevaba consigo. La luz anaranjada iluminó sus ojos inyectados en sangre. Sacó el violín de la bolsa. La madera brillaba con un barniz oscuro y maligno, y las cuerdas vibraban imperceptiblemente, como si aún contuvieran la nota final del hechizo.

—Te poseí, Liana. Te traje de vuelta. Te hice la musa que Londres no merecía —murmuró, acariciando la caja de resonancia—. Y tú me pagaste con esa traición. Ese inspector... ese bruto que no distingue entre una sinfonía y un golpe de tambor.

Su rostro se contorsionó en una mueca de agonía y celos. En su mente, Liana no lo había amado en vida, pero en la muerte, en la música, ella era suya. Su resurrección, orquestada por él, era la prueba de su poder. Y que ella hubiera elegido a Lancel en ese instante era un insulto cósmico.

—Pero no es definitivo —se dijo a sí mismo, su respiración volviendo a la normalidad, reemplazada por una frialdad glacial—. La clave es esta. Esta, mi amado instrumento, es la prisión.

Sostuvo el violín como si fuera un arma. Sabía lo que Zenobia había dicho: la música que la había traído de vuelta podía llevársela. Y lo más importante: si Liana existía como el amor de otro, la existencia misma del Maestro de las Cuerdas, la culminación de su arte, no tenía sentido.

Tenía que destruir la prueba.

—Si no puedes ser mía, no serás de nadie —dijo Archibald, y el eco de su voz sonó como el roce de un arco en una cuerda maltratada.

Archibald salió de las alcantarillas a través de una rejilla de ventilación abandonada, emergiendo en un patio trasero apestoso cerca de un matadero en desuso. Era la parte trasera de Limehouse, una zona de muelles y almacenes oscuros que Lancel no buscaría inmediatamente.

Se dirigió a un viejo almacén de carbón, cuya entrada estaba marcada con un grafiti borroso que solo él reconocía: una clave musical invertida. Deslizó la puerta, entró y la cerró con llave.

El interior era su verdadero refugio: un sanctasanctórum de la locura artística. Había instrumentos rotos apilados, pilas de partituras garabateadas con notas rojas y negras, y en el centro, un caballete con un lienzo cubierto con una sábana.

Archibald colocó el violín sobre una mesa de trabajo, admirándolo bajo la única bombilla de gas que funcionaba.

Necesitaba un plan. Lancel lo cazaría con la ley, pero Lancel ahora era un hombre enamorado, y por lo tanto, predecible.

—Lancel me buscará en los tugurios, en los teatros abandonados... donde se esconde un hombre —se dijo, mientras sacaba un pequeño cuchillo quirúrgico—. Pero yo soy un artista. Mi escondite es mi creación.

Se acercó al caballete y, con un gesto teatral, retiró la sábana.

Bajo ella, había un retrato de Liana, pero no la Liana viva y hermosa que Lancel había besado. Era Liana en la muerte: la piel de mármol, los ojos grises cerrados, el cabello oscuro esparcido sobre un cojín de seda. Era la pintura que había servido como foco de su obsesión.

Archibald sonrió, una mueca siniestra.

—Tú eres la trampa, Liana. Te quiero de vuelta en tu éter, en mi lienzo, en mi música. No como la carne para ese hombre de ley.

Sacó un mapa arrugado de Londres, marcado con círculos en tinta roja. El círculo más grande estaba en Whitechapel, cerca de la Jefatura. Archibald lo miró con resentimiento. Sabía dónde buscaría Finch.

Pero el plan de Archibald no era huir. Era provocar.

Se sentó a la mesa, abrió la caja de resonancia del violín y sacó un pequeño pergamino oculto. Era una partitura con un solo, escrito en un cifrado que solo él conocía.

—El solo final te trajo, Liana. Ahora, escribiré el solo de la disolución. Una nota, una sola nota que romperá el hechizo, devolverá la carne al polvo y su amor a la nada.

Archibald Thorne, el Maestro de las Cuerdas, deslizó el arco sobre las cuerdas oscuras del violín, y una única nota rasposa y desafinada llenó el almacén. No era música. Era el sonido de la pura malevolencia.




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