La revelación de Alistair Thorne había sacudido el Sound of Art con una intensidad que ni siquiera la llegada de la policía había logrado. Lyra Vance se apoyó contra el marco del escenario, su mente procesando el nombre: Archibald Thorne. Un pariente. Un artista celoso. El hombre que no solo había orquestado la muerte de su hermana, sino que ahora la había revivido y se la había arrebatado a Lancel.
El Inspector Davies, satisfecho de haber conseguido una confesión explosiva y la identidad del fugitivo, ordenó a sus hombres que trasladaran a Thorne a la Jefatura y que procesaran la escena. La ley había encontrado su causa, pero Lyra sabía que la burocracia sería lenta. Lancel estaba operando bajo el imperativo de la magia y la desesperación, y necesitaba esta información ahora, antes de que se perdiera en los archivos policiales.
Mientras Davies se ocupaba de la transferencia de Alistair, Lyra escaneó el auditorio. Sus ojos se posaron en una figura delgada y nerviosa que intentaba pasar desapercibida mientras recogía partituras esparcidas: Edwin, el asistente de escena de Alistair. Un joven inofensivo, eficaz en tareas pequeñas y silenciosas, el tipo de persona que el Inspector Davies ignoraría por completo.
Lyra se acercó a Edwin, agarrándolo firmemente del brazo para sacarlo de la vista de los uniformados.
—Edwin —siseó Lyra, su voz baja y urgente, conteniendo la fuerza que la había mantenido despierta toda la noche—. Necesitas hacer algo por mí. Algo vital.
Edwin estaba pálido, temblando por el caos de la noche, pero asintió inmediatamente. La familia Vance era realeza en el teatro, y Lyra era una autoridad incuestionable para él.
—Señorita Vance, lo que necesite. No me importa el Señor Thorne, yo siempre...
—Escúchame. Esto no es teatro. Es vida o muerte. El Inspector Lancel se ha ido. El hombre de ley, el que salvó a Liana... él está buscándolo solo.
Edwin frunció el ceño.
—¿El detective Lancel? ¿No está ya en la Jefatura?
—No. Él está cazando por su cuenta —dijo Lyra, entregándole un pequeño fajo de billetes, todo lo que llevaba encima—. Tómalo. Necesitas encontrarlo antes de que el sol esté alto en el cielo.
—¿Dónde lo busco?
—En Whitechapel. No en Scotland Yard. Piensa en dónde iría un hombre de ley si estuviera escondiéndose de la ley. En un tugurio, en una oficina en desuso... Busca al hombre de la lógica que ahora actúa como un loco.
Lyra se inclinó, su rostro muy cerca del de Edwin, y le transmitió la urgencia de su alma:
—Tienes que decirle una cosa, y solo una cosa. Tienes que perforarle este nombre en la mente: El Maestro es Archibald Thorne.
Edwin repitió el nombre con voz temblorosa.
—¿Archibald Thorne?
—Sí. Y dile que su primo, Alistair, confesó que la caída de la pieza de yeso fue planeada. Que el violín es el centro de su plan, no la música. Lancel lo entenderá. Él sabrá lo que significa.
Lyra soltó el brazo de Edwin.
—Ve. Si lo encuentras, serás el verdadero héroe de esta noche, Edwin. Y, si te lo pregunta, dile que su hermana me ha encargado que le diga que lo está esperando.
Edwin, aunque era un simple asistente, sintió el peso de la responsabilidad. Era la primera vez que se le confiaba una misión que no involucraba telones o utilería, sino vidas humanas. Metió los billetes en su bolsillo, se ajustó el gorro y asintió con una determinación que no le conocían.
—Lo encontraré, Señorita Vance. Iré a Whitechapel.
Edwin se deslizó fuera del auditorio, dejando atrás la luz artificial y los uniformes, y se sumergió en las sombras del amanecer de Stonecroft, un mensajero inesperado en una carrera contra el tiempo y la locura.