El Inspector Lancel se movía con la precisión de un autómata. Había dejado atrás la Jefatura, los informes y la frustrante lentitud de Scotland Yard. Su destino no era un escondite en Shoreditch, sino un lugar anclado en su propio pasado, un refugio que representaba la única lógica que le quedaba: su vida antes de Liana.
A pie y a paso rápido, Lancel se dirigió a las afueras de Whitechapel, cerca de los límites de las zonas residenciales más humildes, en una calle tranquila y modesta. Llegó a una casa de ladrillo rojo, pequeña y sin pretensiones, que había sido su hogar durante sus primeros años en la fuerza.
La casa estaba vacía desde que se había mudado a los alojamientos de la Jefatura para estar más cerca de su trabajo, pero Lancel seguía pagando el alquiler. La cerradura era simple; usó una llave maestra de su juego personal, un vestigio de sus días de trabajo de campo.
El interior olía a polvo y ausencia. Los muebles estaban cubiertos con sábanas blancas que parecían fantasmas en la penumbra. Este era el lugar donde la razón y el orden habían gobernado su existencia.
Lancel encendió una lámpara de gas en la sala principal y retiró la sábana de un pequeño escritorio de roble. Sacó una libreta sin usar y un lápiz. Necesitaba imponer la estructura de la ley a la locura de la magia.
Paso Uno: Aislamiento.
Se había desvinculado de la Jefatura. Estaba solo.
Paso Dos: El Enemigo.
El Maestro de las Cuerdas. Un criminal. Ahora, un secuestrador y un hechicero.
Paso Tres: La Clave.
Liana. La música. El violín.
Lancel se concentró, forzando la mente a ignorar el beso y la desaparición, enfocándose solo en la mecánica de la persecución. El Maestro, sin importar su locura, necesitaría tres cosas: refugio, suministros y, lo más importante, aislamiento para llevar a cabo su siguiente "obra".
De repente, se dio cuenta de que su refugio no era solo un escondite, sino un punto estratégico. La señora Higgins, su antigua casera y la mujer que solía limpiar la casa, trabajaba ahora a unas pocas calles, atendiendo a familias de clase media. Era una fuente de información pasiva. La señora Higgins lo sabía todo sobre el barrio, quién se mudaba, quién se escondía, quién compraba grandes cantidades de carbón.
Mientras Lancel se dedicaba a organizar su escritorio, la imagen de Liana lo golpeó de nuevo. La lógica se tambaleó. ¿Estaba bien? ¿Estaba su existencia disminuyendo a cada hora?
El sonido de un golpe frenético en la puerta lo sacó de su trance. Era un golpe desesperado, no de la policía. Lancel sacó su revólver y se acercó a la puerta, retirando el seguro.
Abrió apenas un poco la pesada puerta de madera. En el umbral, jadeando y sudoroso, estaba un joven pálido y delgado con un gorro de tweed sucio y una mirada de terror.
—¿Inspector Lancel? —preguntó el joven.
—¿Edwin? —Lancel mantuvo el arma oculta tras la puerta.
—La señorita Lyra me envió. ¡Tiene que saberlo!
Lancel abrió la puerta lo suficiente para que Edwin entrara de un empujón.
—Habla, muchacho. Rápido.
Edwin se derrumbó en la alfombra polvorienta, luchando por recuperar el aliento.
—El Señor Thorne, el director... confesó todo. El accidente de la señorita Vance, la caída del yeso... fue ordenado. No era para matar, sino para un... un efecto dramático. ¡Y el Maestro de las Cuerdas! Ya sabemos quién es.
Edwin levantó la mirada hacia Lancel, y la urgencia en sus ojos cortó la respiración del Inspector.
—Su nombre es Archibald Thorne. Es el primo de Alistair. Él planeó la muerte de Liana para poder revivirla y poseerla. ¡Y el violín, el violín es la llave!
Lancel sintió que la niebla de la duda se disipaba. El nombre y el motivo encajaban perfectamente con la frialdad de su plan. Un artista tan consumido que mataría para crear su musa perfecta, y luego, amenazaría para recuperarla.
—Archibald Thorne —repitió Lancel en voz baja, saboreando el nombre como un veneno.
El Detective Inspector Lancel ya tenía un objetivo, un nombre real en el que concentrar toda la fría y brutal lógica que había aprendido en las calles de Londres. Ya no era un fantasma, sino un hombre, un pariente celoso. Y Lancel, anclado en su antigua casa, estaba listo para la caza.