Lancel dejó que Edwin se marchara, dándole unas pocas monedas más y la orden de regresar al teatro, permanecer cerca de Lyra y no hablar con nadie más de lo que había visto o dicho.
Con la identidad del Maestro de las Cuerdas, Archibald Thorne, grabada en su mente, Lancel se permitió un breve momento de planificación. Necesitaba información. El Maestro no podía ser buscado por la ley, sino por los chismes, por las anomalías que un hombre obsesivo dejaría al esconderse.
Salió de su casa, cerrando con llave, y caminó las pocas cuadras hasta la casa de la señora Higgins. Su antigua casera, una mujer enérgica de mediana edad con una lengua tan afilada como su escoba, ahora trabajaba para varias familias pudientes cerca de las zonas de bodegas portuarias.
Lancel la encontró limpiando la acera de una imponente casa de tres pisos.
—Sra. Higgins —dijo Lancel, acercándose con una sonrisa que no llegaba a sus ojos.
La señora Higgins se detuvo, apoyándose en su escoba. Sus ojos pequeños e inquisitivos lo examinaron de arriba abajo.
—¡Inspector Lancel! ¡Santo cielo! Hace siglos que no se le ve. Creí que se había vuelto demasiado importante para la gente común.
—Nunca, señora Higgins. Solo ando tras un caso particularmente sucio que me ha traído de vuelta a mis viejos territorios. Y necesito la ayuda del mejor par de ojos en esta parte de Londres.
La halagó, y la señora Higgins se puso firme, lista para el servicio.
—¿Y qué está buscando exactamente, Inspector? Porque si es el joven Baker que robó el carbón otra vez, no fui yo quien lo...
—No, señora. Estoy buscando a un hombre que no pertenece aquí. Un artista. Un músico. Un hombre que esconde su verdadera naturaleza. Alto, delgado, con ojos que tienen un brillo... intenso. Puede que se vista bien, pero sus modales no encajan con el barrio.
Lancel sacó un soberano de oro de su bolsillo. Lo puso en la mano de la señora Higgins, que lo tomó con la avidez de quien no esperaba tal suma por un simple chisme.
—Necesito saber si alguien se ha mudado de repente, si alguien alquiló un almacén, si alguien ha estado comprando cosas raras. ¿Grandes cantidades de madera? ¿Aceite de linaza? ¿O si ha visto a un hombre transportando... un estuche largo y envuelto?
La señora Higgins mordió el oro, sopesándolo, y su mente comenzó a girar, catalogando los detalles.
—Un artista, ¿dice? Esos siempre son problemas. Mucho drama y poca paga.
Ella miró a su alrededor con discreción teatral, luego se acercó a Lancel, bajando la voz.
—Bueno, verá, Inspector, hace solo dos días, cerca de los muelles de Limehouse, al final de la Calle del Barril. Hay un viejo almacén de carbón, abandonado por el negocio del Sr. Wenceslao. Siempre vacío, un nido de ratas.
—¿Sí?
—El dueño, el Sr. Grimes, siempre ha tenido problemas para alquilarlo. Pero... le entregó la llave a un caballero. Un hombre, para ser exactos, que no se veía como un comerciante de carbón, ¿sabe? Muy pálido, vestido de negro, y su sombrero... era de terciopelo, no de fieltro. Demasiado llamativo para la zona.
Lancel sintió un escalofrío de anticipación. Un almacén abandonado. Aislamiento. El lugar perfecto para un hombre que planeaba un "solo de disolución."
—¿Cuándo fue esto, señora Higgins?
—La noche antes del terrible escándalo en ese teatro elegante —dijo ella, con un tono de regodeo—. Y escuche esto. El hombre no ha salido de ahí en dos días. Pero el muchacho que le lleva la comida... compró un aceite de linaza muy caro. Y... ¡oh, Dios mío! También compró hilo. Mucho hilo de pescar. Demasiado fino para pescar bacalao.
Hilo de pescar. El material perfecto para las cuerdas finas que detendrían la pieza de yeso... o para tensar el violín de manera inusual.
—¡Es un loco! —pensó Lancel.
—¿Sabe quién es este hombre, señora Higgins?
—El muchacho que le lleva la comida le dijo al panadero que el hombre se llama... no lo recuerdo bien. Algo con 'Torre'.
—¿Thorne? —preguntó Lancel, y la urgencia volvió a su voz.
—¡Sí! ¡Thorne! Era un nombre demasiado elegante para un almacén de carbón.
Lancel había encontrado su punto de partida. Gracias a la red de chismes de Londres y al soberano de oro, tenía un nombre, un escondite provisional y una serie de anomalías que confirmaban que Archibald Thorne estaba cerca, preparando su próximo acto.
Lancel asintió, recogió su escoba y se alejó.
—Señora Higgins. Ha hecho usted un gran servicio a la justicia de Londres. No se lo diga a nadie. Nadie.
La señora Higgins, con el soberano en su delantal, solo sonrió. Ella ya era parte del misterio.
Lancel se dirigió de nuevo a su casa. El almacén de carbón en Limehouse. Era hora de dejar la lógica del Inspector Lancel y adoptar la resolución fría del cazador.