The Phantom Violinist

Capitulo 38

Archibald Thorne no había dormido en dos días. La única luz en su almacén de carbón en Limehouse provenía de la bombilla de gas colgante y la llama temblorosa de una vela sobre el escritorio de trabajo. El aire estaba saturado con el olor a humedad, polvo de carbón y una mezcla acre de aceite y barniz, los elementos de su arte.

El Maestro de las Cuerdas estaba de pie junto a su caballete. La pintura de Liana, la musa muerta, lo miraba con ojos vacíos, un recordatorio de la perfección que Lancel había corrompido.

—No te preocupes, mi Liana —susurró Archibald al retrato—. Regresarás al éter, donde nadie más podrá profanarte con un amor mundano. Volverás a ser mía, y solo mía.

Su atención se centró en el violín. Lo había desarmado parcialmente, tensando las cuerdas con el hilo de pescar de Lyra, experimentando con la caja de resonancia. Su objetivo no era la melodía, sino la vibración.

En la mesa, una partitura nueva estaba colocada meticulosamente. No contenía notas en el sentido tradicional, sino símbolos arcanos y marcas de tiempo precisas, escritas con tinta roja que recordaba a la sangre. Era el "Solo de la Disolución", la obra que, según la lógica retorcida de Archibald, debía deshacer el hechizo de resurrección.

—El solo final fue el énfasis de la vida. Este será el énfasis del olvido —dijo, sonriendo con una satisfacción macabra.

Se ató una fina pieza de tela negra sobre los ojos, asegurándola para bloquear toda luz. El Maestro no necesitaba la vista para tocar; necesitaba la oscuridad absoluta para sentir la resonancia de las cuerdas en el alma.

Tomó el violín y el arco. El silencio del almacén se hizo opresivo, roto solo por el chirrido de una rata en algún rincón. Archibald respiró hondo, concentrando su rabia, su dolor y su amor obsesivo.

Su mano se movió. El arco tocó las cuerdas.

La nota inicial no fue un sonido, sino un chirrido. Un chillido áspero y prolongado que raspó los tímpanos, más cercano al grito de un animal agonizante que a cualquier melodía. La vibración no era agradable; era penetrante, un dolor agudo que parecía desgarrar el propio aire.

En el primer toque, la luz de la vela parpadeó violentamente y se extinguió.

En la segunda pasada del arco, la bombilla de gas del techo se apagó con un pequeño estallido. Archibald ahora estaba sumido en la oscuridad total.

Se escuchó el sonido de cristales rompiéndose. La vibración, amplificada por el pequeño espacio del almacén, estaba resonando a través del material sólido.

Archibald siguió tocando, la partitura grabada en su mente. Las notas se volvieron más profundas, más lentas, un crescendo de pura disonancia. Sentía la música. La sentía en sus huesos, en sus dientes. Era la negación de la vida, la voz del vacío.

Si la música de la resurrección había sido una sinfonía de esperanza, esta era una composición del resentimiento puro.

Mientras las notas guturales y ásperas llenaban el almacén, el Maestro sintió un poder peligroso. Esta música no solo destruiría a Liana, sino que podría destruirlo a él mismo. Era la última, la más alta, la más peligrosa manifestación de su arte.

Archibald finalizó la primera sección del "solo" con una nota baja y temblorosa que duró demasiado tiempo, una vibración que parecía detener su propio corazón.

Quitó la tela de sus ojos. A pesar de la oscuridad, pudo ver. No con la luz, sino con una especie de visión interior. Vio el violín vibrar con una energía azul y fría. Vio el retrato de Liana, y por un instante, la imagen pintada pareció temblar, como si la tela misma estuviera a punto de desintegrarse.

—Casi —jadeó el Maestro—. Casi ha comenzado el proceso.

El Maestro de las Cuerdas sonrió de nuevo. No era solo un hombre escapando. Era un hombre dando un concierto al infierno, y sabía que su audiencia —Lancel— pronto llegaría para el acto final.




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