Lancel no perdió ni un segundo. La información de la señora Higgins era oro puro: un hombre con un nombre elegante, un escondite en un almacén de carbón en Limehouse, y la compra de materiales anómalos. Todo apuntaba al mismo hombre.
De vuelta en su casa, se desvistió de su traje de Detective Inspector. Lo cambió por ropa oscura y gastada: una chaqueta de lana gruesa, pantalones de trabajo y botas resistentes, más adecuados para moverse en la oscuridad de los muelles. Se puso un sombrero de ala ancha y, lo más importante, se equipó.
De un panel suelto en la pared de su antiguo estudio, sacó una pistola pequeña, un Derringer que guardaba para trabajos peligrosos de incógnito. Revisó su revólver de servicio y se aseguró de que el cargador estuviera lleno. El Inspector Finch había cazado a criminales; ahora, Lancel cazaba a un hechicero.
Recogió su libreta y trazó un mapa rápido de Limehouse. La Calle del Barril estaba cerca de los muelles, un área laberíntica de almacenes y fábricas en desuso. Era el lugar perfecto para el aislamiento que Archibald anhelaba.
Mientras caminaba hacia el East End, Lancel se concentró en la lógica de su enemigo. Archibald había planeado el "accidente" de Liana para crear su musa eterna. Su obsesión era la música. Por lo tanto, el almacén no era solo un refugio; era su nuevo estudio, un altar.
Llegó a la zona de Limehouse cuando el día comenzaba a teñirse de un gris rojizo por el humo industrial. El aire era frío y denso, con el olor acre del carbón y el salitre del Támesis.
Lancel se movía como una sombra, utilizando la experiencia de sus primeros años como policía en las zonas portuarias. Mantuvo la espalda pegada a la pared, evitando las pocas luces de gas que aún ardían y escuchando atentamente.
La Calle del Barril era una hilera de edificios de aspecto idéntico: almacenes, bodegas y negocios fallidos. Lancel encontró el viejo almacén de carbón, reconocible por la pátina de hollín que cubría su ladrillo. La puerta de carga principal estaba pesadamente cerrada con un candado oxidado.
Se deslizó por el lateral del edificio. La señora Higgins había dicho que Archibald no había salido en dos días. Eso significaba que el Maestro estaba trabajando, y si estaba trabajando, estaba tocando.
Lancel se detuvo junto a una pequeña ventana que apenas alcanzaba su altura. Estaba cubierta con una capa de polvo de carbón y telarañas. Con la punta de su cuchillo, rascó una pequeña ranura circular en el polvo, creando un diminuto ojo de buey.
Se acercó y miró dentro.
La tenue luz que quedaba se colaba lo suficiente para que Lancel pudiera distinguir el interior: no era un almacén vacío. Vio la bombilla de gas rota en el suelo, vio instrumentos rotos apilados, y vio el caballete cubierto con la tela blanca.
Y entonces lo escuchó.
No fue una melodía. Fue un sonido que desgarró el silencio. Una nota sostenida, profunda y vibrante que parecía hacer temblar el suelo bajo sus botas. Era un sonido horrible, lleno de resentimiento y veneno. No era el violín de la resurrección, sino el instrumento de la destrucción.
Lancel recordó las palabras de Zenobia: La música que la trajo de vuelta también puede llevársela. Y las palabras de Edwin: El violín es el centro de su plan.
Archibald Thorne no estaba esperando ser encontrado; estaba actuando. Estaba ejecutando su "Solo de la Disolución".
Lancel sacó su revólver. No había tiempo para la cautela. Si esa música continuaba, el frágil milagro que era Liana se desharía.
Caminó silenciosamente hasta la puerta lateral, más pequeña y menos asegurada, la que el Maestro probablemente había usado. El pestillo era débil. Lancel colocó la bota contra el marco.
El sonido del violín se intensificó, escalando a un tono más alto y cortante. Era el sonido del dolor puro.
Con un solo empujón brutal, Lancel destrozó el marco de madera podrida y se lanzó al interior del almacén, con el revólver en alto.
La oscuridad era casi total, pero la silueta del hombre de terciopelo era inconfundible. Archibald Thorne estaba en el centro, los ojos cerrados, el violín en el hombro, tocando la más malvada de las músicas.
—¡Archibald Thorne! —gritó Lancel, su voz resonando sobre la disonancia.
El Maestro de las Cuerdas abrió los ojos de golpe, los iris brillantes con una luz enfermiza y triunfal.
—¡Lancel! —exclamó Archibald, sin dejar de tocar la nota de horror—. ¡Llegas justo a tiempo para el final!