Lancel no tardó en sacar a Archibald Thorne del almacén de carbón. El Maestro de las Cuerdas, una vez silenciado, perdió toda su aura. Era solo un hombre débil y desquiciado, cuyo pánico se manifestaba en súplicas incoherentes y llantos por la pérdida de su "musa".
Lancel, cubierto de hollín y sudor, no lo llevó de regreso a la Jefatura. Recordando la lentitud del proceso de la ley, buscó al policía de turno más cercano en Limehouse. Encontró a un par de agentes patrullando y les entregó a Archibald, junto con una explicación concisa y carente de magia.
—Tienen aquí al Maestro de las Cuerdas. Archibald Thorne. Acusado de la muerte de la señorita Liana Vance por un accidente planeado en el teatro Sound of Art, y de múltiples amenazas. Es un psicópata peligroso. Mis informes detallados seguirán al amanecer. Asegúrense de que permanezca aislado.
Los agentes, aturdidos por la figura del famoso Detective Inspector en tales condiciones y por la notoriedad del nombre, cumplieron sin rechistar. Lancel se aseguró de que Archibald estuviera esposado y bajo la vigilancia adecuada antes de alejarse.
El violín, sin embargo, se lo llevó consigo. No era una prueba legal ordinaria; era, como Zenobia había advertido y Archibald había confirmado, la clave de la existencia de Liana. No podía confiar el instrumento a la burocracia de Scotland Yard, que lo vería como una simple pieza de evidencia.
Lancel regresó a su casa en Whitechapel, el violín envuelto en la gabardina oscura y húmeda. Eran las primeras horas de la mañana, y el silencio de su antiguo hogar era un alivio.
Se dirigió al escritorio de roble y encendió la lámpara de gas. El suave resplandor anaranjado iluminó el pequeño estudio. Colocó el violín sobre el escritorio con reverencia.
Se quedó mirando el instrumento. Era hermoso y siniestro. La madera oscura y pulida parecía absorber la luz. Lancel podía ver los rastros del esfuerzo de Archibald: el hilo de pescar tensado junto a las cuerdas de tripa, las pequeñas marcas de manipulación en la caja de resonancia.
Se sentó y se permitió finalmente sentir el peso de todo lo ocurrido. Había actuado con una rapidez y una brutalidad que no eran propias del Detective Inspector Lancel. Había arriesgado su carrera, su credibilidad y su vida, todo por una mujer a la que había conocido por un instante.
Lancel levantó la mano y tocó la madera lisa del violín.
¿Cómo te destruyo?
Si el violín era la clave, destruirlo debería liberar a Liana. Pero, ¿y si la profecía del Maestro era cierta? ¿Si la misma destrucción del instrumento que la había traído de vuelta la enviaba de vuelta al olvido? No podía arriesgarse. Necesitaba entender la mecánica del hechizo.
Cerró los ojos, intentando recordar el rostro de Liana, la sensación de su beso. Se había ido por su seguridad, diciéndole que regresaría solo cuando el peligro terminara. Pero el peligro no era solo Archibald; era este violín, un objeto físico que dictaba las reglas de su resurrección.
El amor de Lancel por Liana era ahora una certeza aplastante, una fuerza que había reescrito su mundo. Pero ese amor venía con una carga insoportable: la responsabilidad por la vida de ella.
Se levantó y caminó hasta la ventana. Miró hacia las calles tranquilas de Whitechapel, donde las farolas de gas parpadeaban. Afuera, la vida continuaba de manera ordenada y predecible. Adentro, él tenía la llave de un milagro y el corazón de una mujer resucitada.
Lancel regresó al escritorio, sacó su libreta y escribió una sola palabra: Zenobia.
La vidente había entendido la verdad desde el principio. Ella era la única persona en Londres, además de Lyra, que creía en la realidad de la situación. Él necesitaba entender la magia detrás de la música.
Pero primero, tenía que asegurar el violín. Lo metió en un cajón con doble fondo en el escritorio, un escondite que había usado para papeles de alto secreto.
El Inspector Lancel no iba a dormir. Tenía que volver al Sound of Art. Tenía que encontrar a Lyra y, lo más importante, tenía que encontrar a Madam Zenobia.