La Nochevieja en Londres cayó con una niebla fría y espesa. El Sound of Art estaba abarrotado. La reapertura, impulsada por el escándalo y el morbo, se había convertido en el evento de la temporada. Los palcos estaban llenos de críticos, nobles curiosos y miembros de la prensa, todos esperando ver el drama final de la familia Vance.
Detrás del telón, Lancel se mantuvo en la oscuridad, vestido con su traje de gala, el último bastión de la formalidad en el torbellino de la noche. Sostenía el violín, el ancla. Los minutos se escurrían hacia la medianoche.
Zenobia se colocó discretamente cerca del escenario. Sus ojos, únicos en su intensidad, escudriñaban la sala, buscando cualquier rastro de energía disonante.
Finalmente, Lyra Vance, con un vestido de terciopelo oscuro que recordaba la elegancia sombría de su hermana, subió al escenario. Su rostro era una máscara de concentración y dolor. La orquesta comenzó a tocar El Orfebre de Sombras, la partitura de la redención de Alistair Thorne, una pieza melancólica y compleja, llena de la agonía y la belleza del arte perdido.
Lyra tocaba con una pasión fría y precisa. El aire vibraba con la honestidad de la música, una antítesis clara de la locura manipuladora de Archibald.
Lancel permaneció inmóvil, sujetando el violín con ambas manos. Su corazón, que había sido un metrónomo frío y lógico durante años, ahora latía con una ansiedad que le oprimía el pecho.
A medida que la orquesta se acercaba al clímax, Lyra se adelantó para el solo final. Era el momento de la verdad, el instante en que la magia, o el desastre, se manifestaría.
Lyra levantó el arco, sus ojos fijos en la nada, y comenzó a tocar el solo final de El Orfebre de Sombras.
El sonido del violín de Liana era glorioso. Las cuerdas, liberadas de la disonancia de Archibald, cantaban con una pureza desgarradora. Era una melodía de anhelo y promesa, una nota de amor incondicional que desafiaba las rejas de la muerte.
En ese momento, cuando el violín alcanzó un crescendo alto y sostenido, Lancel sintió algo. No fue en sus manos, ni en sus oídos. Fue en su pecho. Una punzada aguda, seguida de una calidez inmensa, como si una mano invisible hubiera presionado su corazón. El ancla, su presencia, estaba siendo utilizada. Lancel supo que Liana estaba cerca.
El aire detrás de Lyra, junto a los espejos instalados, parpadeó con un brillo tenue, una niebla plateada que se condensaba lentamente.
Lancel dirigió su mirada desde el escenario al público. Zenobia había advertido que el alma de Liana, al ser convocada, buscaría el punto de anclaje más fuerte: él.
Y entonces, Lancel la vio.
No estaba en el escenario. Estaba en la tercera fila del balcón, sentada sola.
Era una joven. Pálida, con el pelo oscuro recogido en un peinado modesto. Pero sus ojos... sus ojos eran un gris iridiscente que Lancel reconocería en cualquier vida. No era la Liana de su amor completo, la mujer vestida de seda que había besado. Era más frágil, más etérea. Era Liana, pero con una sombra de ausencia, como si una parte de su alma aún estuviera esperando en el umbral. Era el alma que Lyra estaba llamando.
Lancel soltó una respiración que no sabía que estaba conteniendo. Sus pies se negaron a moverse. Solo sus ojos existían. La miró, completamente cautivado, como si la viera por primera vez después de toda la vorágine de la música y la locura.
Ella estaba inmóvil, con las manos juntas sobre el regazo, observando el escenario. Parecía perdida, ajena al público, como si su conciencia estuviera flotando entre la música y la realidad.
La música era la que la había atraído, pero la mirada de Lancel era el hilo que la sujetaba.
Lancel la miró, y toda su lógica, todo su entrenamiento, se desvaneció. Solo quedaba el reconocimiento. "Te encontré," gritó su corazón en silencio. "Regresa."
Lyra tocaba el punto álgido del solo, la nota de mayor anhelo.
En ese instante, la joven en el balcón levantó la mirada. Sus ojos grises se encontraron con los de Lancel. El reconocimiento fue mutuo e instantáneo. Un destello, una chispa, y el rostro de la joven se suavizó con la misma ternura que él había visto en el reflejo. Ella era el alma de Liana, y el amor de Lancel era su camino de vuelta. La medianoche se acercaba. La orquesta avanzaba. Lancel tenía que actuar.