Capítulo 5
La criatura entró rompiendo lo que quedaba de la puerta.
Sus luces —rojo, azul, verde— parpadearon como un aviso de muerte inminente.
La chica dio un paso atrás, tropezando con la cama.
—No... no... —murmuró ella, paralizada.
La criatura levantó el brazo.
Esa extremidad larga, afilada, capaz de abrir una pared en dos.
Apuntaba directo a su cuello. Yo debería haber gritado.
Debería haberme quedado quieta, o haberme acurrucado en un rincón esperando que pasara.
Pero no lo hice.
Algo dentro de mí, el mismo instinto que me hacía entrenar horas hasta que mamá me regañaba explotó en mi pecho.
Lo vi moverse.
Lo vi atacar.
Y mi cuerpo actuó antes que mi mente.
Corrí.
Me lancé contra la criatura con un impulso tan fuerte que mis pies casi resbalaron en el suelo lleno de polvo. El corazón me golpeaba el pecho como una batería militar, pero no me importó, agarré el primer objeto que encontré en el camino, una barra de metal doblada que antes era parte del armario.
Con un grito que me destrozó la garganta, clavé la barra contra el costado de la criatura.
Un sonido metálico retumbó. Chispas saltaron hacia mi cara.
La criatura giró bruscamente, sorprendida por el impacto.
—¡Suéltala! —rugí, sin reconocer mi propia voz.
Ella, la chica, me miró con los ojos desorbitados, como si no supiera si agradecerme o llorar.
La criatura lanzó un golpe, un golpe que habría atravesado mi pecho si no hubiera hecho horas y horas de flexiones, saltos, esquivas, todo ese entrenamiento que siempre me dolía y que mamá odiaba.
Me agaché, el brazo metálico pasó por encima de mí como un látigo mortal, el viento que generó me cortó la mejilla.
No pensé.
No razoné.
Solo me moví.
Me impulsé hacia adelante y golpeé de nuevo, esta vez justo en la parte donde las luces cambiaban de color. La barra entró por un hueco, un punto débil que ni sabía que estaba ahí.
La criatura chilló.
Un sonido agudo, insoportable, como si se estuviera rompiendo por dentro.
Retrocedió tambaleándose.
Intentó levantar otro brazo, pero ya era tarde.
Di un paso adelante.
Apreté los dientes.
Y con todas mis fuerzas hundí la barra hasta el final.
Un chasquido seco.
Una explosión de chispas.
Y las luces del rostro triangular se apagaron de golpe.
La criatura se desplomó.
Cayó al suelo dejando un cráter pequeño, como si pesara toneladas.
Un humo grisáceo salió de su cuerpo, acompañado de un zumbido que se fue apagando lentamente.
Silencio.
Yo respiraba agitada, con los hombros tensos, las manos temblando sobre la barra de metal que seguía clavada en el monstruo.
La chica me miró, su rostro una mezcla de terror, alivio y absoluto desconcierto.
—¿Cómo... cómo hiciste eso? —susurró, todavía sin poder acercarse al cadáver.
—Entreno —respondí, respirando hondo, apoyándome en la pared antes de desmoronarme—. Mucho.
Ella soltó una risa ahogada, casi histérica.
—Me salvaste la vida.
—Sí... bueno... —me limpié el sudor y la sangre de la ceja—.
Ella sonrió débilmente, pero esa sonrisa se desvaneció al escuchar el sonido que vino del pasillo.
Un zumbido.
Otro.
Y otro.
Tres.
Tres seres.
Tres criaturas.
—No puede ser... —murmuré, con los ojos muy abiertos.
La chica me agarró la mano con fuerza.
—Su muerte los alertó. Ahora saben exactamente dónde estamos.
Me quedé petrificada.
Ella me miró directo a los ojos.
—Tenemos que correr. Y esta vez... no hay puerta que nos salve.