The Prophet.3: Vigilante

Capítulo 1: Uróboros

Destino, el gran mecanismo unificador, todos lo perciben como inevitable y se sienten parte de él por el simple hecho de nacer. Pero Santiago "Jim" Sainz sabía mejor; después de todo lo que había perdido, él lo entendía.

—¿Cómo va esa tarea, corazón? —Entonó la dulce y acelerada voz de su madre, bajando las escaleras. Una de esas tardes en las que se preparaba para salir a trabajar.

—¡Es en serio! —respondió con fastidio un niño de diez años, que cubría sus lentes cuadrados con su cabello negro en forma de libro, mientras se recostaba en la mesa del comedor como si estuviera dormitando—. ¡Ya la acabé... Y me aburrió! —se levantó con un puchero—. Como todo en esa tonta escuela. Nadie me quiere porque siempre les gano. Hasta los profesores me tienen envidia. Pero yo ya sé todo eso. ¿Por qué tengo que ir ahí, mamá? —Preguntó, viéndola recoger un estetoscopio en su habitual apuro.

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—Ya te lo dije, necesito que hagas... —murmuraba mientras caminaba nerviosa por su pequeña sala. Pero la urgencia la dominó y gritó—: ¡Y ahora! ¿Dónde está esa cosa? —Para ser interrumpida al instante por su hijo, que le alcanzó su bata de doctora recién planchada.

—Sí, sí. Amigos, necesito hacer amigos —, exhaló molesto el sabelotodo—. Mamá, ¿te acuerdas del concurso?. Cuando gane, él nos va a dar dinero. El señor Bondel nos va a ayudar.

—¡Qué ayudar ni qué ocho cuartos! Ese hombre se cree el dueño de todo. Además, tú no tienes porqué preocuparte por mis cosas, ¡ya te vi el otro día Jimmy! —Le reprochó. Hasta que la puerta de entrada hizo un ruido metálico.

—¡Doctora Mari! —Entró en apuro una joven con uniforme de enfermera y tapabocas —. Los municipales... La policía se enteró de que Sarita tuvo el achaque... ¡Le van a hacer algo!.

Jim reconoció el nombre, la primer paciente de su mamá, víctima de una nueva y aterradora pandemia que rompió su mundo. Una oleada de ataques fulminantes que casi nadie sobrevivía. Los medios los llamaban: "El Despertar". Su barrio, Guadalupe, era el lugar más afectado del planeta, y el consultorio de su familia estaba ahí por esa misma razón.

Gracias a Sarita, la doctora Mari descubrió que lo que los atacaba no era una contagiosa "Plaga", como decían las noticias. Si no una conspiración del gobierno para aislar a Guadalupe y silenciar a los indeseables. Mari quería abrir los ojos a la verdad: ayudar a los infectados era la única manera de encontrar una cura real. Pero Gaspar Santana, el jefe de gobierno, prefería desaparecer a los afectados que destinar recursos para entender el fenómeno.

¿Y cómo sabía un niño de primaria todo esto? Bueno, Jim era un entrometido con la oreja bien atenta, siempre al lado de su mamá. A pesar de los peligros, él se las ingeniaba para asomarse a las calamidades que ella enfrentaba. Cada caso lo llenaba de ansiedad, ese misterio mortal que mantenía a su mamá lejos de casa. Solo quería que ella regresara, y tenía fé de que, cuando acabara con la dichosa plaga, ella volvería a voltear a verlo. El centro de su mundo, como siempre debió ser.

—Por favor, no salgas, Jimmy quédate aquí, y espera a Isra —le pidió Mari mientras se colocaba su bata y estetoscopio—. Lupe, hija, dime. ¿A dónde fueron? —Dejó a su niño sin el beso habitual en la frente para correr a la noche y continuar con su misión.

Media hora pasó, y ella no regresó. Jim intentaba distraerse, buscando cualquier cosa que lo alejara de la ansiedad que lo consumía. Miró el reloj de la sala, su eterno tic-tac parecía burlarse de él. Necesitaba fuerza para seguir su orden, y esperar.

Pero entonces, su mirada nerviosa se posó en la mesa. Su madre había olvidado la pistola eléctrica, la que él le había armado y que ella siempre le prometió llevar. Un escalofrío recorrió su espalda. "Esos municipales no respetan a nadie", resonó en su mente.

— Lo siento, Isra —susurró al salir, dejando la puerta entreabierta para que él pudiera entrar. Disculpando a su conciencia, y dando vuelo a su curiosidad.

Pasó una, dos, tres cuadras mientras anochecía a su alrededor. En cada esquina interrogaba a los vecinos que podía ver. Hasta que se encontró con un grupo amontonado en la entrada de uno de los callejones. Era la puerta a una enorme red de pasadizos que se esparcía por todo el barrio, un laberinto urbano al que todos temían entrar.

—¡Diosito santo! —Exclamó una señora que salió del cúmulo, persignándose.

—Doña Esperanza, ¿qué pasó? —Preguntó Jim, reconociendo a la anciana que vendía tacos.

—Oh niño. Le dispararon —, le aclaró, dejándolo palidecer, corriendo hacia la gente.

Al llegar a la primera fila, Mari lo recibió ensangrentada. En medio del ruido, la muchedumbre no movía ni un dedo para ayudar. Borregos indefensos e ignorantes, seguros detrás de un simple cubrebocas y su distancia. Atraídos solo por el chisme con olor a pólvora y sangre.

La escena aumentó el asco que Jim ya sentía por esta gentuza, sus vecinos, compañeros de clase, y los maestros que lo rechazaban. El mismo barrio que su madre tanto amaba, no se movió. Dejándolo valorar, aún más, la diferencia entre estos zombis, y ellos.

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