Casi nadie salía vivo de la terrible crisis corporal provocada por el “Despertar”. Para los afortunados deformes, los Refugios de la Fundación Bondel eran la única salvación. Un lugar seguro, lejos de las ejecuciones clandestinas de su gobierno. Ante los Aztlantecas, la solución más piadosa para monstruosidades como el pequeño Jim Sainz, su madre y vecinos. Dichos albergues se encargaban de contener, reeducar y, si era posible, reintegrar a los sujetos más útiles de este grupo impredecible. Todo, para evitar otra pesadilla mundial, como aquella causada por el primero de ellos, la catástrofe bautizada como:“El Cero Absoluto”.
—¡Anda víbora, pelea! —Amenazaban a Jim, nueve meses después de cerrar aquel acuerdo con el diablo. El señor Bondel había cumplido su parte del trato, asegurando la protección de todos los niños de su barrio. Aquellos que tuvieran, o podrían haber sufrido, la sobrenatural enfermedad. Evitando la sentencia que los municipales aplicarían al encontrarlos.
—Sí, ¡pégale! —Pedían sus antiguos vecinos al ver su castigo, la mayoría de su misma edad. —¡Maldito traidor! —Lo llamaban desde su ingreso, asegurando que su mamá había sido la bruja que los había contagiado a todos.
—¡Levántate idiota! —Continuó el niño que lo golpeaba, un rubio alterado de extremidades desproporcionadas, grandes y poderosas, con las uñas de un oso. Mismas que usó para darle un brutal manotazo. —¡Por tu culpa nos metieron aquí a todos! —, dijo al recogerlo en un abrazo sofocador.
—¡Sácale las tripas, Mike! —animó la chusma. Mientras el escuálido abusado, de espejuelos rotos y peinado en hongo, trataba de soltarse con rodillazos que gastaban todo el aire que le quedaba. —¡Va a vomitar, va a vomitar! —Gritaban los niños cuando Jim se puso morado.
Los crujidos de sus costillas despertaron a un chico que, tumbado bajo un árbol cercano, esperaba el momento para hablar con el pobre apaleado. Pero las risas crueles le recordaron a unos ladrones que lo habían atacado meses atrás, despertando la furia de aquel joven metalero.
—Traidor hijo de la bruja, pídenos perdón —, ordenó el oso a Jim, sintiendo su cuerpo quebrarse. Hasta que un grito llegó a su espalda.
—¡Cuidado con el UFO! —Le advirtieron a lo lejos.
—¿Con qué? —Volteó, buscando al que lo interrumpió. Para que un platillo de batería volara cual frisbee, directo a su entrepierna.
—¡Justo en las bolas! —Burlaron todos los niños, por el salvaje ataque.
—¡Al-Nasr, qué demonios hace aquí! —Gritó el maestro de la clase de defensa personal ante su intervención.
Asim Alberto Al-Nasr Cortés, el alumno más temido en el Refugio, el ave de mala suerte. Junto a Santiago Sainz, eran los más rechazados en un lugar lleno de apestados. Jim, por vender a su gente, y él, por ser el más peligroso del Refugio. Eso, y su irreverente bocota.
—¿Cómo que “qué hago aquí“? ¡Qué haces tú! —Contestó el defensor arábigo, un tipo moreno de pelo largo y mirada intensa de color cobre, parado frente al musculoso maestro. —¿O qué, quieres que maten a la mascota de tu jefe? —Le explicó, recordando la privilegiada manera en la que Jim había llegado al Albergue, lo que lo convertía en blanco fácil de esos abusos.
—Pon atención, niño tonto —, lo regañó el entrenador, haciéndolo voltear hacia el compañero golpeado. —Aquí no están matando a nadie.
Igual que cuando fue arrollado por la limosina de Bondel, Jim se recuperó. Como un títere de madera, acomodó sus costillas en una sucesión de tronidos óseos. Al final, después de ser sanado, solo le quedó un nervioso ruido de sonaja en las escamas de sus muñecas. Ese sonido era clásico de la habilidad que había ganado con su Despertar.
Como Jim, todas las víctimas obtenían algo a cambio de resistir el fatal trastorno. Cada uno de los internos presentaba rasgos de algún animal, diversas mutaciones que atestiguaban el violento espasmo que habían superado: brazos de oso, cuernos de toro, las escamas color obsidiana en las endebles garras del niño linchado, y esas plumas de cuervo coronando la cabeza de su metalero salvador, formando la llamativa cabellera de Al-Nasr.
—Esta Quimera es el mejor saco de boxeo de la clase —. Añadió el instructor con crueldad, justo cuando sonó la campana, llamando a Jim con el peor apodo que las personas normales usaban para todos los afectados por la plaga. —Vean bien antes de actuar jóvenes. No sean como este tonto —, les dijo, después de soltar un pequeño golpesillo en la nuca a Nazz, el cuervo intruso, como si no hubiese pasado nada.
La Fundación Bondel no sólo buscaba proteger a estos “alterados” de la mortal violencia de la sociedad. Querían prepararlos para prolongar la Tercera Revolución Industrial: mano de obra superhumana educada para generar prosperidad para ellos y para todo el pueblo. Su meta era educar a científicos, artistas, deportistas y, sobre todo, soldados al servicio del Gran Consejo Mundial, el cual, al igual que su fundación y refugios, Jean Paul Bondel lideraba con gran éxito, reflejado en una década de paz y crecimiento en el mundo.
El certificado que daba la Fundación era el sueño de todos los alterados: una licencia para ser libres, para ser ellos mismos dentro de la población, a pesar de los estigmas de su Despertar. Claro, siempre y cuando fueran buenos y tuvieran un uso para la sociedad que Bondel forjaba.
—¡Tú eres la Quimera, idiota! —Alzó su dedo medio Al-Nasr cuando el maestro se fue. Justo antes de que el oso se acercara a reclamarle.
—Entonces, ¿vas a estar del lado de esta mugre viborilla, Nazz? —Dijo, aún con un tono agudo, resentido por sus partes nobles.
—Tranquilo Mike —, respondió otro interno de pelo rizado y cuernos de novillo. —Recuerda que este tipo es “peligroso” —, le susurró, imitando a una bomba con la mano.