The Prophet.3: Vigilante

Capítulo 4: Busca, y destrózalo

La impertinente llama siempre estuvo en él, retumbando como un tambor de guerra, al ritmo de su egocéntrico corazón. Incluso antes de que lograra escabullirse con su nueva pandilla, para usurpar el brillante cascarón que estaba separando a toda su familia; aquel tesoro maldito que robó al violar la seguridad del laboratorio de su padre durante los días que había estado refugiado en el país del Sol Naciente.

— ¡Alberto! ¿Qué hacen? — Se levantó Anton Asim Al-Nasr*, un científico árabe, calvo y treintañero, el día que descubrió a su hijo divirtiéndose con otros tres niños nipones de entre seis y ocho años, con máscaras de madera y kimonos azules. Acostados junto al sagrado artefacto que el doctor había sido asignado a descifrar, demostrando una extraordinaria habilidad que les permitió escabullirse en su cámara secreta, llena de avanzados computadores, metros debajo de la mansión fortaleza que mantuvo a la familia Al-Nasr oculta y segura durante varios meses.

—¡Anton-sama*! — Chillaron los ladrones al soltar su botín, una ultramoderna armadura hecha de algo parecido a la obsidiana. El traje que tenía tan perdido al destrozado científico. Todos los pequeños se detuvieron, todos excepto él, su hijo, moreno como su padre, que lo miró retador y comenzó a hacer dominadas con la cabeza del aparato, como si fuera un balón de fútbol.

— Tranquilo, viejo. Esta cosa es bastante dura —, pateó el estilizado casco, como un yelmo de motociclista. Subiendo y bajando, de un negro tan opaco que borraría por completo el rostro de quien lo portara, ejecutando las acrobacias que había aprendido de su Sensei, el señor de la casa que los acogió. — Uno, dos. ¡Arriba! — Carcajeó, por fin capturando la atención de su padre, después de meses, para aventar el casco, que cayó en su cabezota, que en ese entonces no tenía plumas.

Con su travesura, Asim Nasr lo cambió todo. En el yelmo dormía un vacío, infinito como el espacio profundo, esperando al tonto indicado que lo alimentara con el ardor de su corazón.

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— ¡Imposible... ¡Encendió! — Quedó sin aliento el profesor, al ver cómo el casco del traje tragaba la cabeza de su pequeño, dejando, en lugar de la cara del travieso, dos líneas de rendijas en forma de letra Ve, iluminando en cobre óxido, donde solía estar su boca, para estallar y formar una dolorosa sonrisa de fuego. Con un gutural llanto, Nazz se transformó en una negra calabaza de Halloween, sin rastro alguno de sus ojos, con esa risa forzada burlándose de aquel que había dejado todo por sus secretos; el mismo padre ausente que ahora se lanzaba para arrancarlo de la cabeza de su niño, hirviendo con el coraje de mil infiernos.

El olor de piel quemada, junto a la agonía del rebelde hijo, inundaron el laboratorio durante lo que pareció una eternidad, hasta que los llamados del padre acabaron y su forcejeo se rindió. La sombra de una pequeña comenzó a repetir su nombre, con gran apuro y preocupación.

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— Nazz... Asim-kun*, ¡reacciona! — Le decía mientras lo zarandeaba. Transformándose la silueta de la sieteañera en la de una apurada joven de trece años, arrastrándolo al presente, horas después de haber sido atacado por aquella criatura que se había hecho pasar por su compadre viborilla.

— Vane, ¿Vanessa eres tú? — Pese a la noche y al follaje, él la reconoció con gran emoción, sin poder dar crédito a la nipona de piernas de popote que veía. Dueña de una hibridación similar a la suya, con plumaje lacio, corto y blanco con puntas negras, como una cabellera en capas. Sus iris eran bermellón, al igual que un par de plumas saliendo como patillas en sus pómulos pálidos. Era una grulla de uniforme con camuflaje oscuro, llena de bolsillos en su chaleco táctico, que sonrojaba por el abrazo voraz que él le regaló, como el primer trago de agua al salir del desierto.

— ¡Asim-kun! — Se relajó, aceptando su gesto, con la frente del joven descansando en su pecho. — Oh Nazz —, dijo conmovida, antes de sentir las resbalosas manos del cuervo rebasando los límites.

— Traserito, mi pequeña Pompis*. Cómo te he extrañado, baby —. Abrazó por incómodos segundos el muchacho. — ¡Qué mal! Te faltó crecer por acá.

— ¡Eres un pervertido! — Enfureció a la chica, que le dio un rodillazo atómico debajo del cinturón del cuervo. Lo que después llamaría: “La Grulla Indignada”.

Acomodando sus prioridades con el castigo de Vanessa, Nasr se permitió notar dónde había caído. Fuera del refugio de Bondel, en un bosque denso con siniestras coníferas y encinos rodeándolos en la fría penumbra, solo acompañados por la luz fluorescente de la joven grulla.

— ¡Ya, basta ustedes dos! — Les detuvo, apenado por su comportamiento, otro nipón, fornido y más alto que Nasr. Tenía un pasamontañas y un uniforme táctico, similar al de la grulla. Cuando salió de los matorrales, usó la luz de su linterna para separarlos.

— No, no es cierto... Shisa* —. Exclamó Nazz mientras arrebataba la máscara del muchacho. — ¡Hawk, carnal! —, lo abrazó, encontrando al que había sido como su hermano mayor. Un extranjero de mirada incómoda, con los ojos dorados de un halcón, afilados y angulares. Al igual que él, su melena era de largas plumas, color marrón oscuro, peinadas hacia atrás en un aspecto predatorio, como si volara por el aire. Su tez de piel era beige y poseía unos espolones saliendo de sus talones y codos, tan grandes y afilados como para intimidar a cualquiera, pero no tanto como para hacerlo tropezar.

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Shisa y Vanessa, aquellos a quienes había llegado a llamar hermanos. Los herederos de la familia más importante del oriente, los Hinotori*. También conocidos como “Hawk” y “Tsuru*“, miembros de la Triada Nipona. En otras palabras, los perros de caza, los Vigilantes del país del sol naciente. Años atrás, los señores Nasr los habían separado abruptamente para evitar que su hijo se convirtiera en un títere del sistema, como los dos plumíferos guardianes soldados.




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