The Prophet.3: Vigilante

Capítulo 5: Homoplasia de Lankester

En la gélida noche, un alma en pena, con un desgastado uniforme deportivo amarillo citronela, recogía todas las varitas que veía a sus pies, tan rápido como su tembloroso cuerpo se lo permitía. Estaba alerta ante cualquier sonido que el cerro pudiera emitir. El hogar de gemidos y relámpagos danzantes, donde había tenido la suerte de abrir los ojos, por culpa de un secuestrador con piel reptiliana.

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— Ay Diosito santo, Katri tenía razón —. Se regañaba a sí misma Ángela Belmonte, mientras formaba un círculo de piedras y colocaba las ramas necesarias para iniciar una fogata. Las odiosas lecciones de supervivencia de su padrastro, el coronel Montoya, ahora eran una bendición. — ¡Soy una confiadota! — Chillaba, peleando contra el inmisericorde frío y los calambres que le quedaron por el choque eléctrico de su pulsera de sometimiento, con la que la habían raptado.

Al surgir penosamente, la tenue luz de su fogata iluminó su campamento improvisado. Allí, un inconsciente prisionero yacía recostado sobre una cama de hojas, amarrado con cuerdas hechas de los pedazos del harapo que habían sido su uniforme y bata de laboratorio.

— Virgencita de la Cabeza... — Ángela oraba al vigilar el perímetro, esperanzada de encontrar alguna señal que le indicara... ¿dónde rayos había caído? — Ayúdame a seguir el hilo de mi destino, sin temor al futuro... —, recitó, temerosa de que aquel diablo fuera a levantarse para lastimarla.

Su solitaria oración se interrumpió abruptamente cuando un fuerte espasmo sacudió al prisionero. El ruido de dos inquietos cascabeles la impulsó a correr hacia las herramientas que había hecho. Con determinación, levantó la más letal: una gran rama con dos afiladas piedras.

— ¡Estoy lista! — Se dijo entre dientes, con la cabeza del escamoso chico como objetivo. Sus manos sudaban y sus labios estaban bien apretados, como todo un verdugo esperando el momento. Atenta, observó los párpados del poseído reptil, temblando incesantemente, mientras los combativos cascabeles en sus muñecas sugerían una feroz batalla en su interior.

— ¡Mamá! — Se levantó el muchacho súbitamente, aún concentrado en alcanzar su pesadilla. — Y, ¿ahora? — Tartamudeó, con humo en su cara, notando que ya no estaba en el Refugio, ni en su laboratorio, sino a la mitad de la nada, al lado de una hoguera recién hecha.

— ¡Quédate quieto! — Le gritaron enseguida cuando intentó levantarse.

Con la temerosa orden en el aire, dos veloces estalactitas se precipitaron hacia su rostro. Y, más rápido que el azote de un látigo, él reaccionó, reptando por el suelo para esquivar el garrote.

— ¡Pero qué pasa! — Soltó algo de orina con el ataque, al tener una rudimentaria arma a apenas centímetros de su mejilla izquierda. Cuando la reconoció: — ¿Eres "Angie"? ¡Ángela Belmonte! — Su corazón se detuvo, incrédulo por su angelical agresora, su crush, lista para aplastarle la cara.

— Ni un paso más, traidor. ¿Cómo sé que no eres ese monstruo? — Conjuró todo su valor la señorita, solo pensando en la viperina risa mecánica de su secuestrador, al levantar su hacha otra vez.

— No. Espérate por favor... —, le pidió, sin saber si seguía soñando o tenía una pesadilla. Al notar que sus manos estaban atadas a su espalda, exclamó: — ¿Qué?... Suéltame, déjame —, se aterró, retorciéndose sin poder retirar la vista de la puntiaguda masa que iba a reventarlo.

— No. Hasta que me lo pruebes —. Exigió Angie, vigilando con el filo de su mirada su pulsera negra, asustada de que otro shock eléctrico fuera a dispararse para dejarla inconsciente. — ¿Dónde está Nasr? ¿Por qué nos sacaste del refugio?... ¡¿A dónde nos aventaste, traidor?!

— ¿Aventarlos?, ¿yo?... ¡Si a mí también me lastimaron! — Movió su cabeza mostrándole los moretones en su cuello. — ¿Crees que yo me ahorqué solo? ¡Ya déjame!... Por favor —, le suplicó, peleando con sus cuerdas, al borde del llanto. — ¡Yo solo quería conocerte!

Los patéticos intentos de la viborilla por deshacer sus nudos le dejaban un fuerte cargo de conciencia. Ella quería aplastar a un desalmado monstruo, pero en su lugar se convirtió en el abusivo que nunca quiso conocer. El tipo que el cuervo había tratado de presentarle durante varios meses.

— Bueno, ya... —. Arrepentida, arrojó su hacha. Tal vez se le había pasado la mano, un poco.

— De verdad, ¿me ibas a reventar eso? — Apuntó Jim, con la pequeña pera que tenía por nariz, a falta de manos. Cuando arrastró su cuerpo para sentarse como una oruga, ella revolvió una de las bolsas en su sudadera. — ¿Qué, ahora qué buscas? — Advirtió Jim, al ver otra piedra afilada salir de la ropa deportiva color piña de Angie. — Me... ¡¿me vas a matar?! — Estremeció al sentirla detrás de él. — ¡No, por favor! — Sintió el objeto a su espalda, casi desfalleciendo.

— Pero qué dramático eres —. Los amarres del niño cayeron, gracias a la navaja de piedra. — ¿Y ahora tú haces esas pruebas tan feas? No tienes la facha de psicópata que tiene tu patrona.

— ¿Entonces, si me crees? — Secó sus mejillas cuando se vio libre.

— Pues sí, tontito. No eres ese monstruo —. La señorita regresó a su asiento, frente a la fogata. — Además, ya te arrastré por casi un kilómetro. ¡Un bendito kilómetro! Como para no darte una oportunidad. Eso sí, ni se te ocurra traicionarme —, le mostró su afilada navaja de piedra. — Aunque seas amigo de Nazz, no confío en ti. Las chicas me contaron de tus artimañas.




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