The Prophet.3: Vigilante

Capítulo 7: La segunda estrella a la derecha

El pueblo más cercano al bosque donde aparecieron los chicos estaba a dos horas del cráter de Nazz. Aislado entre montañas y con apenas dos mil habitantes, el camino a la ciudad Blanca, su capital, era tan duro que casi nadie se animaba a ir. Incluso la red de comunicaciones Babel Raines, el infame Espejo de Humo de Bondel, apenas tocaba alguno de sus puntos, debido a los cerros y al difícil clima que generaban una jaula de Faraday natural.

— Ya, amigos... ¡Necesito pantalones! — Rogaba Nazz, al azotar una vieja puerta de madera con grabados coloniales. Sacudía telarañas sobre sus plumas mientras tiritaba, solo cubierto por la vieja toga, la manta que Hawk le había dado. — ¡Hace mucho frío!

—¡Oniisan! No tenemos recepción —, se quejó Vane a su hermano, mirando su consola y resintiendo su brazo derecho. El fármaco rojo que le habían dado apenas terminaba de curar sus heridas.

—¿Y no había una entrada más peligrosa? — Preguntó Jim, pisando con suavidad mientras se sostenía de las vigas del túnel del que emergieron, asustado por cualquier crujido que este hiciera.

— Vaya niño —, molestó Leo, el tío de Ángela, al usarlo de soporte.

— Lo siento. Pero este pasaje es la única forma de entrar sin que nos pillen —, agregó Amaya, la hermana. — Creeme, aquí vas a estar más seguro que... que en la camita de la abuela —, presumió antes de mostrar el patio de una iglesia al final del túnel secreto. — Bienvenidos a “El Pueblito”.

Cuando, desesperada, la zorra empujó a todos, Kyóko surgió desde el último sitio hasta la luz del sol, con el glamour de una celebridad. Lentes oscuros y sacudiendo la tierra con un abanico cerrado.

— Hipócrita... ¡Ella es la R-tuber! — Refunfuñó la grulla. — Tiene cien mil seguidores —, aclaró para asombrar a Ángela, mientras Hawk cuidaba sus espaldas, apenado por su prima.

—Wow —, suspiró la atleta, viendo a la desesperada zorra buscar internet con su brazalete.

A pesar de tener una vida simple, anacrónica y super conservadora, el incremento de las víctimas del “Despertar” había orillado a los líderes de la comunidad a tomar decisiones bastante progresivas. Cobijando a sus hijos para educarlos, sin satanizar o barrerlos bajo la alfombra, como hacían los de la capital. En “El Pueblito”, a diferencia del resto de Aztlán, los alterados podían andar en las calles totalmente libres.

— ¿Quiénes son ellos, Amy? — Preguntó Angie a su hermana, mientras se separaban del grupo, mirando con cierta envidia a muchos niños Beta ejercitando en un cuadrilátero improvisado. Llaves y lances eran la orden del día en el zoológico de adolescentes enmascarados. Muy austero, pobre, pero lleno de armonía y sonrisas. Lo opuesto a la bien capitalizada Fundación Bondel, en la que ella estaba internada.

— Ah, son los chicos del padre Romeros. Iram Romeros.

big_7b4940fa7df3a5d333c589d26074b2ec.jpg

— ¿El padre Iram? No me digas que... —, no pudo contener su emoción, reconociendo el nombre de aquel que brindaba servicio a los católicos del Refugio de Bondel. Él se había convertido en una promesa, la luz al final del túnel que era su proceso de certificación.

— Perdona, lo siento mucho, comadrita —, se puso frente a ella Amaya. — Le pedimos que no te dijera nada de nosotros. Era muy peligroso, con todo lo que estaba pasando.

— ¿Estamos en su iglesia? — Continuó Angie, ignorando su disculpa, maravillada por lo que parecía un paraíso protegido por la fe en su Dios.

— Sí. La Iglesia orfelinato del “Santo Entierro” — Le explicó la rubia. — Además de Bondel, el padre es el único que tiene un permiso para cuidar a niñas híbridas. No es cualquiera; es un héroe nacional, chiquilla. Queríamos traerte aquí con él, pero... “El Elfo” nos pilló.

—¿Elfo, cuál Elfo? — Confundió Angie, olvidando la larga explicación que le había dado Kyóko.

Aquel era un verdadero oasis para los alterados como ellos. Bueno, eso había sido hasta que alguien decidió hacer uso del extraño fenómeno, que limitaba las comunicaciones. Aprovechando la difícil posición geográfica, un bastardo comenzó a explotar la mano de obra superhumana que allí vivía, convirtiendo a la comunidad, poco a poco, en un nuevo laboratorio de anfetaminas gigante. Un área perfecta para probar un novedoso y letal veneno, con el cual el querido tío Leo se había obsesionado desde hacía largo tiempo.

— Más te vale que esto no sea broma, “Kerberos” —. Escribía en su móvil un enmascarado de mirada celeste, vestido con ropa deportiva oscura y un gorro de lana azul profundo. Esto ocurrió varios años antes de que las hermanas Montoya pisaran Aztlán, cuando cortó una abertura en la malla ciclónica de una escuela preescolar abandonada en Guadalupe.

El frío del apestoso barrio, empotrado entre los peligrosos cerros a las orillas de la Ciudad Blanca, era casi gratificante esa madrugada. Por fin la había encontrado, la primera señal de la investigación que cambiaría toda su vida.

— Tengo, caraculo —, se emocionó al ingresar, oculto detrás de un juego de madera en el patio.

Al observar a través de la mira telescópica de su cámara, vio a un joven enano de unos dieciocho años, regordete y con gabardina, bajando de un Mercedes negro. Sus manos se frotaban emocionadas, igual que un niño obeso frente al McDonald’s. Lo protegían tres peligrosos Beta: una rata, un coyote y una lagartija, todos armados hasta los dientes. Para que el gordo rubio de abrigo con plumas les preguntara, con voz firme y desafiante:

big_5764e1c27ece37b85984d3119e9b57bd.jpeg

— ¿Y ya tienes mi encargo? — Temblaron sus enturbiados ojos color olivo, ansiosos.

— Sí, jefe. Una cisterna —, respondió la rata, mientras abría un maletín de metal esposado a su muñeca derecha. Dentro, había un morral de seda rojo. — Esta es la muestra. Dijo que la próxima iba a ser el doble, el negro igualado —, le advirtió, refiriéndose a su proveedor.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.