Ángela Belmonte, con su inquebrantable espíritu de campeona, aún no imaginaba el auténtico significado de romper sus límites. Al igual que sus compañeros, jamás había sido forzada a ir más allá de su zona de confort, hasta la total aniquilación de su seguridad. Nunca pasó por su mente que su estado de híbridos sería algo que los tres tendrían que dominar. Para ellos, el Despertar solo era un castigo divino, una canción que eran obligados a tocar. Una enfermedad que debía ser eliminada... Eso y nada más.
— No puede ser. ¡Qué hacen! —, decía un huérfano del orfelinato, al salir de sus clases. Impactado por los ejercicios que sus visitantes realizaban, a los que una Nipona gritaba sin parar.
— ¡Esfuércense todos! — Aplaudía la belleza oriental, ahora con una blusa de tirantes blanca, un elegante sombrero durazno y unos dorados lentes de sol. Bebía de un frío vaso con sombrilla, sobre una hamaca, mientras los chicos bajo su mando movían costales de cemento en sus lastimadas espaldas, castigados por el violento sol de mediodía.
— Mira. Están descalzos. ¡Están locos! — Los observaban boquiabiertos desde el segundo piso de uno de los edificios, aquel que servía como salones de clases, a la derecha y encima de los cuatro Alfas. Sin comprender cómo podían andar sin zapatos en el suelo ardiente, de piedras afiladas.
Aunque el padre Iram era muy honorable, a pesar de que su iglesia era santa y con la misión más noble, su edificio guardaba secretos. Mórbidos aparatos que habían estado ocultos desde la inquisición colonial. Herramientas esperadas para lo que antes había sido una prisión, un lugar donde los guerreros eran quebrados, convertidos o silenciados, según fuera su caso.
“El Horno”, el patio donde los tenían entrenando, era uno de estos secretos. Un corredor largo con el ancho suficiente para que tres personas estuvieran juntas. Las paredes eran losas gruesas y lisas, un piso sin pavimento, solo piedras afiladas y arena. Con la extensión de un campo de fútbol. Espejos de cobre pulido, recién restaurados, apuntaban a sus cabezas, calentándolo todo al máximo. Tan ardiente que un huevo podría freírse con solo rozar sus superficies.
— ¡Observen bien! A este paso, los convertiré, en el legendario: ‘Super Albañil’. ¡Oh, jo jo! — Se rió la vulpeja, como una niña rica, tapándose la boca con su abanico blanco, su meñique arriba. Orgullosa del “Entrenamiento Rompe Tabús” de su familia, que había hecho que su Triada fuera la más respetada en el mundo, por su fuerza, disciplina y condicionamiento sin igual.
Kyóko supo que tenía que aprovechar las herramientas de castigo de la inquisición desde que leyó la historia de la iglesia al llegar. Había que estimular el inusual cuerpo de sus alumnos, al límite, al punto de la tortura. Porque en la familia Hinotori todos sabían que: “Un alterado brilla más bajo el adictivo beso de la muerte”. Un principio simple, pero poderoso.
— Alégrense, insectos. Esto es lo más cerca que llegarán de nuestra emocionante vida. De ser Alfas... ¡Como yo! — Dijo a los niños que la miraban, dejando clara la diferencia entre ella y los Beta, mientras doblaba su fuerte bíceps derecho, fuerte como un diamante. — Apuesto a que no aguantarían ni el primer circuito. ¡Jo jo jo! — Se burló, pavoneando una de sus colas de fuego.
Después de quince días de mortales ejercicios tácticos, sufriendo cien repeticiones de abdominales, flexiones y sentadillas, corriendo diez kilómetros todos los días con chalecos de más de cien kilos, Angie, Jim y Nazz, entre sangre y lágrimas, comprendieron lo que se esperaba de ellos: el afinar de su Despertar, que les daría una oportunidad para superar su prueba como Triada. Una cacería casi imposible que tendrían que conquistar si querían volver a su vida normal y conseguir su licencia al finalizar toda su pesadilla.
— Pero qué chica más loca —, murmuró Nazz, moviendo los sacos de arena con fastidio. No soportaba para nada la actitud de la maestra. — Y según tú, ‘señorita Alfa’, ¿cómo se supone que voy a controlar mis poderes, haciendo este estupido entrenamiento?... ¡Otra vez! — Desafió al acabar su montículo de costales, arrojando los dos últimos sin esfuerzo, mostrando así la fuerza que había recuperado por la rutina infernal. Al hacerlo, rompió los fastidiosos paneles de cobre sobre su cabeza, aquellos que había batallado en reparar junto a sus amigos días atrás. — Todo esto ya lo hice con el Sensei, ¿recuerdas? ¡Cómo crees que ahora va a funcionar, Swiper! — La llamó como el zorro de la niña exploradora, menospreciando sus métodos, al presumir su físico. Cuando se quitó su remera de Metallica, parte de la ropa que les habían donado en la iglesia.
— Ji, ji. Pero qué ocurrente, Nasr Chan —, ella minimizó su queja, levantándose de su hamaca con una sonrisa coqueta. — Esto, esto solo es su calentamiento. ¿Entiendes? Ca-len-ta-miento —, le explicó orgullosa, riéndose de sus quemaduras. — Aunque no lo creas, tengo un plan. Y, esta vez, a diferencia del entrenamiento con Otosama*, ¡te vas a callar y harás lo que te diga! — Gritó, chocando el fulgor de sus miradas. — O tus amigos se van a quedar encerrados aquí toda su miserable vida —, le recordó, asegurándose de que supiera que sólo obtendrían su libertad siguiendo sus órdenes.
La comandante se acercó a él, íntimamente, pasando su cuidada manicura por el pecho del arábigo Aztlanteca, siguiendo el camino de su abdomen hasta su ombligo. Luego, a doce centímetros, formó su pequeño puño y golpeó con la fuerza de un ariete sobrenatural.
— ¡Pero qué ruidoso eres! Tus abdominales son un chiste —. Comentó, al poner al niño en órbita. — Mi padre, tu Sensei, te lo repitió hasta el cansancio: ‘Solo con el crecer del sólido cuerpo de un Shinobi*, podrás soportar todo su Despertar’. En cambio, tú... ¡tú solo creciste tu bocota!