La familia Santana era la indiscutible realeza de Aztlán, los amos absolutos de la capital. Un título que sus antepasados habían ganado legítimamente, al haber levantado la enorme urbe. Desde el primer ladrillo hasta su monumento más icónico: "Los Arcos de la Alianza", el deslumbrante acueducto que no sólo dividía la Ciudad Blanca en sectores sociales, sino que, con un asombroso brillo, recordaba a todos el orgullo de los fundadores con su obra. Ni el presidente, ni la cámara de empresarios de Aztlán, ni siquiera el todopoderoso señor Bondel habían logrado imponerles algo dentro de su reino. Nada sucedía sin su aprobación, sin la bendición de "el Patrón", de Don Gaspar, el patriarca y amado jefe de gobierno de la ciudad. Por lo que encontrar a su heredero coordinando operaciones sucias, cultivando híbridos, Quimeras que el jefe de gobierno buscaba erradicar, había sido algo ilógico e imperdonable.
— ¡Mocoso estúpido! — Propinaba un iracundo cinturonazo un señor Aztlanteca de sesenta años a su obeso hijo. — Eres un animal... un, un... ¡Eres una bestia! — Le gritaba con sus decepcionados ojos verde olivo, mientras las venas le palpitaban con cada insulto. Al castigar a la versión más joven de sí mismo, que ya portaba un collarín, junto a unas mallas rotas de Peter Pan. Cuando lo arrojó al suelo, manchando su oficina con sangre en sus acabados de mármol.
— No, papi, no fue mi culpa. Fue, fue el cabrón del Arcángel. Y ese reportero. Te juro que no voy a dejar que se quede así. Mis niños, mis Niños Perdidos y yo los vamos a destripar. ¡Malditos piratas! — Gritaba mientras soportaba los golpes sin piedad. Una golpiza que sucedía cada vez que no cumplía con las expectativas de la familia Santana. Práctica brutal que buscaba mantenerlo a la altura del apellido, como una correa de púas.
— ¿Piratas, PIRATAS? ¡No digas tonterías, Gaspar! —Sujeto con gran fuerza una fina botella de cristal cortado en su escritorio al escuchar sus sin sentidos. — ¿De qué hablas? — Reventando el envase en la cabeza del joven, con un valioso tequila volando junto a un gran chorro de sangre expiatorio, que buscaba incrustar sentido en su vergüenza con mallas.
Ver a su Junior humillado por ese molesto reportero, en un asqueroso juzgado de Guadalupe, fue el colmo. Gastó una fortuna para ocultar la obsesión enfermiza de su hijo, que había creado un ejército de niños problemáticos justo bajo su nariz, reuniendo la misma peste que el señor intentaba erradicar. Esa... Esa fue la gota que derramó su vaso.
— Estupido, tú tenías que tomar mi lugar. ¿No te acuerdas de cómo te enseñamos tu abuelo y yo? — Recogió un retrato de las tres generaciones para contemplarlo un instante, solo siendo detenido por el sonar de un distintivo de plata pura, un reloj de bolsillo que su padre le había encomendado—. Nuestra ciudad. El país iba a estar en tus manos, Gaspar. Cualquiera de tus hermanos hubiera matado por esa oportunidad... ¡PERO TÚ TE PUSISTE A JUGAR CON FENÓMENOS! — Arrojó la fotografía, para arrancar lo que quedaba del disfraz verde olivo de su hijo—. Ya deja esa maldita película. Por Dios... ¡NO ERES UN NIÑO!
El poco cariño que quedaba por su sucesor había sido superado por la responsabilidad hacia el legado de su padre, su Ciudad Blanca. No iba a permitir que nada manchara su nombre. Así que, volteando la fotografía de su difunta esposa, con temblor dio la espalda a Gaspar Junior, decidiendo que era una debilidad que ya no podía consentir.
— Encárguense —, ordenó con un suspiro, después de colocar el reloj en el bolsillo de su harapiento hijo. Para dejar el cuarto, pidió a su equipo de seguridad que entrara a recoger lo que quedaba de él.
— Pobre Gasparcito. Ahora sí lo hiciste —, se burló uno de los guardias al recogerlo.
Lo siguiente que Gaspar Junior pudo sentir fue la húmeda brisa del cerro nocturno, junto al ardor de su cabeza reventada, que era arrastrada entre rocas, bajo una gran luna de cazador.
— ¡Es suficiente, aquí! — Escuchó quejarse a la sombra que lo arrastraba por los pies sin cuidado alguno, golpeando con cada roca que encontraban. — Es más de lo que merece este principito —, declaró, soltándolo en lo que parecía el bosque que circundaba la ciudad Blanca.
— El jefe dijo que le metiéramos esto... To... Di... To —, replicó su compañero al mostrar un saco de seda rojo, justo antes de levantarlo. Ambos eran miembros del equipo de seguridad de su padre, aquellos que lo habían protegido y cubierto todas sus necesidades desde niño.
El Elfo estaba tan adolorido que ya no podía reaccionar; solo sentía su lengua muy adormecida, con un profundo sabor metálico mezclado con alcohol. Conocía muy bien lo que le acercaban: su saco de Polvos de Hada, el valioso veneno que había conseguido con un extraño brujo de Ayíti. Un miserable que había salvado de las brigadas sanitarias, de los verdugos de Quimeras que su padre había instituido.
— ¿Te acuerdas cuando nos hacía ponernos los disfraces? ¡Qué rayos fue ese fetiche!
— El padre de Don Gaspar lo obsesionó con esa historia. Durante los últimos meses del abuelo en el hospital, el mocoso no se separó de su lado, buscando su aprobación. Tanto que Gasparcito empezó a creerse "Peter Pan". Por eso se negaba a hacer las tareas que le daba el jefe; solo eran unos juegos de golf y reuniones, pero ni eso pudo hacer.